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artes plásticas

La identificación con el ser

La exposición “La esencia de lo mágico”, desde el viernes en el Niemeyer, reúne lo mejor de la obra de Joan Ponç, un artista que se refugió en la pintura para mitigar el dolor y alcanzar la trascendencia

“Creo que no sabemos casi nada sobre la vida. Somos apenas seres primitivos, por eso trato de manifestar los estados de mi espíritu a través de la pintura”. Ponç se sincera en su paleta, agonizante y retorcido, reflejando la dureza del mundo que conoció de niño. Abandonado por su padre y con una hermana enferma que pasaría la mayor parte de su corta vida postrada en una cama sin ver ni hablar, Joan se refugia en la pintura como un modo de mitigar el dolor y alcanzar la trascendencia. Su mundo es una protesta frente a la crueldad mientras trata de resolver los misterios de una existencia que le es ajena pero que, a su vez, trata de comprender.

La identificación con el ser

De la mano de su admirado Joan Brossa y del poeta José Vicente Foix, entra en contacto directo con el ambiente catalán de vanguardia, creando la revista Algol, en 1946, para después recrearse en el surrealismo mágico del grupo Dau al Set de la mano de Tàpies, Cuixart o Tharrats. Ponç, interesado por un universo animado de espíritus y demonios del más allá, desarrolla un complejo lenguaje de signos y símbolos enigmáticos y mistéricos que ya nunca abandonaría. El arte se convierte en un instrumento de investigación, en una revelación de universos paralelos por los que Joan transita solitario y habilidoso. Un vidente alquimista de ideas iluminadas por las misteriosas luces de lo desconocido.

De la mano de Miró, y gracias a sus recomendaciones, viaja a Brasil durante la década de los años 50 del siglo pasado. Allí descubre el valor de la enseñanza creando una academia donde entabla relaciones directas con sus alumnos y donde percibe que existe otro nuevo mundo en formación que ya no le pertenece. Se siente frustrado, confuso, agotando su fuerza creadora, y así quema sus lienzos y dibujos en una enorme hoguera de renacimiento, de purificación. A pesar de sus éxitos en las bienales brasileñas y su enorme reconocimiento, nada es suficiente para llenar la ausencia y el vacío.

Joan regresa a España con un diagnóstico de diabetes y se recrea de nuevo en extraños personajes imaginarios, angustiosos y heladores.

La presencia de la muerte se intensifica mientras trata de distraerla con interminables partidas de ajedrez y visitas a cementerios, de los que era un fanático. Abandonado a sus obsesiones, su amigo Dalí comparte con él en Cadaqués jornadas intensas de humor y locura. Ponç continúa pintando para liberarse a pesar de seguir siendo un esclavo. Su incipiente ceguera parece insalvable. El tratamiento contra su enfermedad le vuelve un ermitaño que transita entre las localidades francesas de Colliure, Céret y su estudio de La Roca (Gerona). La paz del caminante encuentra su sitio entre el primitivismo de una naturaleza descarnada que se pasea por el interior del artista otorgándole su último aliento. La maldición de la muerte le ha trascendido. Solo tiene 57 años. El universo le devuelve con palabras uno de sus más hermosos pensamientos: “Si volviera a nacer, amargo pensamiento, no me busquéis delante de un caballete. Sentado bajo un árbol o encima de una piedra; me encontraréis afilando el pensamiento y extenderé con todo el amor y cuidado mi espíritu sobre toda mi existencia hasta sus últimos confines, a fin de que mi identificación con el ser sea tan profunda que, al retornar a sus entrañas, no se haya percibido siquiera que estuve unos instantes encima de su piel”.

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