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María Teresa Domínguez Murias

Lo que la verdad esconde

Sobre la reforma de nuestro Estatuto y la oficialidad del asturiano

Escuchaba hace varias semanas con motivo del aniversario de la Constitución al presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano, decir que no era buena la judicialización de la política del mismo modo que tampoco lo era la politización de la justicia.

Efectivamente, en ocasiones los políticos recurren excesivamente a la justicia para intentar conseguir en los juzgados lo que las urnas les han negado, incluso se acude a la jurisdicción penal, desconociendo el principio de intervención mínima que rige la aplicación de dicha rama del derecho.

Un ejemplo, prevaricar o malversar son, sin duda, las acusaciones más habituales hacia los políticos, del mismo modo que son habituales las resoluciones judiciales que intentan refrendar la necesidad de acudir sólo en los casos estrictamente necesarios a la vía penal.

Así, el delito de prevaricación del artículo 404 del Código Penal no puede sustituir a la jurisdicción contencioso-administrativa en su labor genérica de control del sometimiento de la actuación administrativa a la ley y al derecho, sino de sancionar supuestos-límite, en los que la posición de superioridad que proporciona el ejercicio de la función pública se utiliza para imponer arbitrariamente el mero capricho de la autoridad o funcionario, perjudicando al ciudadano afectado (o a los intereses generales de la Administración Pública) en un injustificado ejercicio de abuso de poder.

Todos conocemos casos de alcaldes que, a pesar de sus visitas frecuentes por juzgados y tribunales, siguen teniendo el respaldo de sus vecinos. La esencial labor de la oposición es clave, “el control genera autocontrol” tiene que hacerse a través de los medios y cauces que la legislación nos permite, siendo los juzgados y tribunales la última opción, y la jurisdicción penal con más razón.

Y si es malo judicializar la vida política no lo es menos la politización de la justicia. Si hay dos pilares que garantizan toda democracia que se precie es por un lado el respeto a los derechos fundamentales, razón por la cual nuestra Constitución contempla un procedimiento preferente y sumario para su defensa, y por otro la separación de poderes. Montesquieu lo veía claro: “Todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo”.

En esta legislatura somos testigos del ataque que se ha hecho a la labor de los jueces y tribunales por parte de la clase política, sobre todo desde las filas nacionalistas, que no se sonrojan en cuestionar aquellas resoluciones que no recogen sus pretensiones.

La Constitución recoge el nombramiento del Consejo General del Poder judicial, o del Tribunal Constitucional y, si no se está de acuerdo, cámbiese, desde Europa ya se nos ha dado instrucciones sobre ello.

Reformar no ha de ser una palabra tabú. La Constitución se puede reformar, pero a mi modesto entender cualquier reforma ha de ser precedida por dos preguntas, el por qué y para qué de la reforma. Lógicamente es obvio decir que cualquier procedimiento de reforma constitucional ha de contar con consenso, social y político para garantizar ésta, no en vano es el pilar de nuestro ordenamiento jurídico, y todos sabemos que mover pilares requiere precisión y cautela.

En los últimos tiempos se habla con demasiada frecuencia de reformar la Constitución, pero por exigencias de los partidos nacionalistas, del debate de Monarquía o República, cuestiones que no resultan indiferentes a nadie, y sin duda separan más que consensuan.

En cambio, no se escucha hablar de una reforma de la Constitución para dotar de contenido a nuestro Senado o Cámara Alta, de la que casi todos sabemos, “podía hacer algo más”, o en vez de hablar de República o Monarquía, creo que todos estamos de acuerdo que no tiene sentido en nuestros días que el artículo 57 de la Constitución al hablar de la sucesión a la Corona siga teniendo preferencia el varón sobre la mujer, resulta ya anacrónico. Creo que son dos cuestiones que contarían con ese consenso social y político necesario.

Y lo dicho para la Constitución se puede aplicar para la reforma de los estatutos de autonomía, normas institucionales básicas. A la hora de reformar éstos es necesario saber por qué y para qué y contar con el consenso social y político. Estos días hemos visto como Barbón aparca la anunciada reforma de nuestro Estatuto con motivo de la oficialidad del asturiano para la próxima legislatura.

170 millones de euros es el coste de la oficialidad del asturiano según el informe del año 2020 que encargó el gobierno de Barbón.

En el citado informe en su página 213 se dice que “una política lingüística efectiva no se puede diseñar y aplicar sin la complicidad de los sectores comprometidos en la preservación de la lengua, pero tampoco solo con su apoyo”, se vuelve por lo tanto a la idea de consenso. El consenso no obstante es incompatible con la ocultación de información, como ha sido el caso del citado informe de la oficialidad. La falta de transparencia queda de manifiesto, cuando a la hora de dividir a los asturianos por el tema de la oficialidad no se habla abiertamente del coste económico de esta y que no hay una oficialidad amable sino una obligatoriedad encubierta. Y así, por ejemplo, en la página 215 del citado informe se dice que: “La preceptividad del conocimiento de la lengua Asturiana entraría en vigor de forma inmediata, pero se permitiría que el conocimiento de las lenguas propias de Asturias se acreditara una vez realizado el correspondiente proceso selectivo, al menos para determinados puestos de trabajo”.

En definitiva, 170 millones de euros y una hoja de ruta basada en la imposición progresiva y sin pausa para que todos/as veamos conveniente aprender el asturiano. Si debemos decidir en las urnas, pero con toda la información, sin engaños, sabiendo lo que votamos. Me quedo con las palabras de Gandhi, “más vale ser vencido diciendo la verdad, que triunfar con la mentira”.

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