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Aurelio González Ovies

Antepasados

Cuánto se echan de menos aquellos sabios, aquellos seres nobles, de carne y tierra que vivían del esfuerzo de sus manos. Los que sembraban trigo con toda la esperanza y labraban la tez de cada primavera. Las que nos repasaban las mudas y la higiene. Los que, día tras día, limpiaban cada día las cuadras y el ganado. Los que ordeñaban leche gustosa, al caer la tarde. Las que amasaban pan con meollo de cariño. Los que, sin firma alguna, mas con mucha palabra, rubricaban un pacto. Las que, aunque no supieran leer muy de seguido, nos enseñaron toda la hondura de las letras. Los que sumaban muy certeramente con la honestidad de sus diez dedos. Las que lanzaban grana y guano por los campos.

Se echan en falta tanto aquellos entes. Porque siempre cantaban al recoger la ropa e intuían la fiebre con tan solo tocarnos. Y hasta de la escasez extraían provecho. Y tallaban su nombre en bancos y portones. Y conocían la mar siguiendo las estrellas. Y predecían el tiempo al mirar el ocaso. Y convertían en brújula las nubes y la luz, los huesos, la galerna. Y curaban el miedo y las enfermedades con la resignación y los abrazos. Y auguraban desgracias cuando aullaban los perros o ululaban lechuzas. Y honraban a sus muertos como a lo más sagrado.

Aquellos que besaban el agua y la borona. Y jamás olvidaron la sangre de la historia y del pasado. Las que nos propiciaron la conducta correcta. Los que nos prepararon los túneles, las minas y el suelo de los puentes y la fisonomía de un futuro más llano. Las que, a pesar de todo, nunca, nunca, permitieron que el hambre nos rindiera ni dejaron de estar, como puntal muy firme, a nuestro lado. Los que, sin calendarios ni asesores, tanteaban la templanza de los meses, el rigor del invierno, la aridez de los años.

Cuánto se necesitan su coraje y su arresto, su calor y su trato. Cuánto su buen hacer y sus medidas ecuánimes. Cuánto nos convendrían sus certeros refranes, sus rústicas ideas de amor y de justicia, su sobriedad de humanos. De los que nos legaron, con solo cuatro reglas y cordura y empeño, la vida que vivimos, la hacienda que tenemos, el cuerpo que habitamos. A quienes les debemos el nombre y apellidos, el aire que nos nutre, la piel que nos recubre, la voz con la que hablamos.

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