A veces, buscando datos para escribir alguna de estas crónicas, me encuentro con informaciones interesantes que merece la pena recoger aunque en ese momento se aparten del tema que estoy investigando; supongo que a todos los que andamos entre archivos y bibliotecas nos pasa lo mismo. Cuando esto sucede no sé lo que hacen los demás, pero yo suelo tomar nota para aguardar el momento en que me pueda servir para otro trabajo.

Hace algún tiempo apunté una referencia sobre el «hipomóvil», al que se calificaba como un antecedente inmediato del ferrocarril que funcionaba en las minas de Carbayín en el año 1829, aunque ya se conocía por lo menos desde finales del siglo XVIII a juzgar por las referencias de Jovellanos. En aquella cita se afirmaba que servía para llevar carbón en un corto trayecto y que era probable que fuese «el primer artilugio de este tipo que entró en servicio en España».

Precisamente ese año (1829) ha pasado a la historia porque fue entonces cuando Stephenson construyó su famosa locomotora «Rocket», capaz de arrastrar 13 toneladas de peso a una velocidad de 50 kilómetros por hora, lo que constituyó un hito del ferrocarril, pero como aquello nos pillaba muy lejos y el vapor no se conocía todavía en las Cuencas asturianas, tengo que confesar que en un primer momento me imaginé algún tipo de transporte tirado por poleas o quién sabe qué otro sistema. Entonces pensé que lo mejor era buscar en el Diccionario el significado de hipomóvil y el problema se resolvió al instante. Se llaman así los vehículos tirados por caballos.

Estaba claro, no se trataba de otra cosa que de un carro que se desplazaba sobre raíles. Si mi cultura militar hubiese sido más amplia, sabría que todavía se denominan de este modo en Sudamérica algunas divisiones no motorizadas de los ejércitos en las que la carga se desplaza tirada por caballos y que incluso en nuestro país la Guardia Real aún tiene una sección de este tipo.

No era lo que buscaba, pero sin quererlo me di de bruces con otro aspecto del mundo de la minería que a pesar de su importancia sigue sin ser suficientemente estudiado: el empleo de mulas en las explotaciones. Una actividad que aún pervive en otras partes del mundo y que por sus características pone los pelos de punta a cualquier defensor de los derechos de los animales.

En los orígenes de la minería la extracción del mineral se hacía mediante cestos que acarreaban los propios obreros, casi siempre esclavos. Cuando se incorporó la rueda al mundo del trabajo, los cestos se transformaron en carretillas y no tardó en aplicarse una rudimentaria tecnología con tablas alineadas y niveladas que permitió su desplazamiento a la manera de las vagonetas. Luego, el hierro trajo los raíles metálicos y el perfeccionamiento de las ruedas, pero la fuerza del arrastre siempre partía del músculo y la sangre. Así se aplicaron a este fin bueyes, caballos, mulas... e incluso adolescentes y niños de edades que hoy nos sobrecogen, pero éstos merecen un capítulo aparte. Refiriéndonos sólo a los animales, los que más huella dejaron fueron las mulas. Híbridos estériles nacidos del cruce entre caballos y asnos y que conjugan las virtudes de ambos. Su vigor, la fortaleza de sus patas y unas pezuñas especialmente adaptadas para agarrarse al terreno hacen que se consideren especialmente dotadas para las labores de esfuerzo; además resisten bien las enfermedades y las picaduras de toda clase de bichos incluso en condiciones extremas.

Las primeras que se emplearon en la minas asturianas llegaron de Castilla, Andalucía y La Mancha y pertenecían a ganaderos mayoristas que las alquilaban a las empresas, hasta que para abaratar los costes éstas decidieron su compra. Quienes trabajaron con ellas recuerdan que su carácter era tan diferente como el de las personas, las había dóciles y obedientes hasta la extenuación y también rebeldes e intratables, e incluso tan inteligentes que eran capaces de contar el número de topetazos de las vagonetas que se les enganchaban, antes de decidirse a tirar de ellas, pero al final todas acabaron prestando grandes servicios a la minería y mientras se podían sostener erguidas fueron sometidas a un trabajo durísimo y sin descansos.

A principios del siglo XX aún se preferían los bueyes, que trabajaban en el exterior arrastrando la madera desde el lugar de la tala hasta los depósitos o las minas y en la mayoría de las trincheras también formaban parte del paisaje habitual, atendidos casi siempre por mujeres. Se aparejaban con collarones y si el camino lo permitía había parejas que eran capaces de desplazar carros de hasta 1.400 kilos; pero cuando llegó la I Guerra Mundial la demanda de carbón se multiplicó y la producción tuvo que acelerarse, de manera que los bueyes fueron dejando paso poco a poco a las mulas, que eran igual de fuertes, necesitaban menos cuidados y además podían bajarse hasta las galerías.

Para comprender la existencia infernal que llevaban estos pobres cuadrúpedos baste recordar que algunas descendían a las minas cuando eran muy jóvenes y sólo volvían a la superficie cuando habían muerto, después de haber perdido la vista a causa de la oscuridad permanente y con la piel encallecida por los latigazos que las reventaban para que sumasen un turno tras otro.

Aún hoy, en muchas explotaciones de la Sudamérica profunda donde el progreso se detuvo en los despachos de los dictadores de los años 70, las mulas siguen acarreando el mineral y constituyen uno de los bienes más preciados de los pequeños empresarios mineros, de manera que los trabajos tradicionales y específicos que deben acompañar a cada atajo de animales aún se desarrollan con normalidad y pueden verse arrieros; caponeros, que son quienes encabezan cada reata; sabaneros, que alimentan a los animales, y atajadores, que se encargan del sustento y los utensilios de los arrieros.

En las Cuencas también recordamos a estos últimos, y a los cuadreros, encargados del mantenimiento de los establos, donde las más afortunadas recibían su alimento y eran limpiadas, cepilladas y trasquiladas cuando tocaba, pero, por supuesto, los oficios más populares que podemos relacionar con esta actividad y que todos conocemos son los caballistas y los trenistas, que aún mantienen este nombre, aunque los animales hayan desaparecido de los tajos.

Es verdad que las mulas eran el vivo ejemplo de la tozudez y en este sentido se cuentan mil anécdotas, pero también fueron el mejor símbolo de la resistencia física. En otras regiones españolas que viven de la agricultura se usaban (y aún se usan a veces) para tareas de fuerza, en el transporte de cargas pesadas, para arar los campos o a la hora de sacar agua de los pozos mediante una noria -una de sus estampas más típicas-, aunque cada vez quedan menos porque sus labores ya las realiza la nueva tecnología.

La mitología minera recoge las hazañas de algunos de estos animales guardando incluso sus nombres, por ejemplo se dice que en la mina de El Xagarín de Quirós -un lugar castigado por la tragedia- había dos machos, el «Toro» y el «Bonito», que eran capaces de tirar por veinte vagones cuando lo normal eran ocho, y en el Nalón, Albino Suárez, cronista y poeta de la mina, ha escrito que en una ocasión una mula conocida por su extraordinario tamaño y capacidad de trabajo, llamada la «Muralla», fue capaz de arrastrar 45 vagones desde La Fragua al plano en La Amada.

En la década de los cincuenta las acémilas empezaron a desaparecer sustituidas por las máquinas eléctricas y las locomotoras de combustión interna, casi al mismo tiempo en que llegaron los martillos modernos para facilitar la labor de los picadores y las primeras medidas de seguridad empezaron a implantarse en los tajos. De modo que actualmente es casi imposible encontrar por las Cuencas alguno de estos animales, pero han sido un capítulo destacado de nuestra historia y la huella de sus miserias va a permanecer para siempre en el folclore minero.

Seguramente han oído muchas veces «La mula torda» popularizada por «Nuberu», pues permítanme cerrar con una estrofa a modo de pequeño homenaje para aquellas pobres y queridas bestias. La música la ponen ustedes: «... Mas un día yo vi bien / que la mula nun tiraba / y entruguei a la mio mula / que si nun-y daben cebada. / Y respondióme la mula / con llárimes nos sos güeyos: / la cebá ya nun la pruebo / l$27alfalfa ya nin la güelo, / Tengo dici-y a mio ma / que espurra más la merienda. / Teo una mulina torda / quiero repartir con ella».