La tarde se presentó con las credenciales del frío y la humedad, impropias de una avanzada primavera. El tormentoso cielo acentuaba, aun más si cabe, la intimidad del casco histórico de una ciudad a la que una torrencial lluvia parecía haber dejado sin el menor rastro de vida. Me adentré por uno de aquellos callejones antiguos hasta dar con el lugar que me habían indicado como punto de encuentro con el poeta Antonio Gamoneda, premio «Cervantes»: una pequeña puerta de madera coronada con el número dos y que se abría a un patio por el que tímidamente sobresalían las verdes hojas de un castaño. Muy de cerca, y como asomando su largo cuello de piedra por encima del horizonte de tejados, la catedral de León se erigía como un silencioso testigo.

Tras el cariñoso abrazo, se quejaba el poeta de una dura mañana de trabajo plagado de correspondencia y conferencia con el extranjero, mientras Angelines, su inseparable musa, asentía en la parte trasera del coche. En el trayecto a nuestro destino, Pola de Laviana, donde Gamoneda, invitado por Cauce del Nalón, iba a dar un recital poético, y sin que la lluvia dejara de golpearnos, tuvimos tiempo de hacer un recorrido por tres continentes con sólo repasar una agenda preñada de compromisos que debía afrontar antes de que expirase el año. «Y yo que pensaba que mi amigo Juan Gelman iba a aliviarme de trabajo», dijo con ironía el poeta.

A nuestra llegada, y mientras Angelines descansaba un rato en la habitación del hotel, hubo tiempo para aclarar la garganta antes de la conferencia y cumplir su deseo de sentarnos un rato a dar cuenta de una botella de sidra, que, junto con el vino, constituye la bebida preferida de Antonio Gamoneda.

Cuando su voz profunda se confiesa, los ojos se cierran sin dejar de mirarte bajo un tupido manto de cejas entre las que parecen perderse para siempre. Dice que le gustaría consumir el tiempo sentado frente a unas hojas en blanco y sin otra compañía que la pluma, aunque sabe que los compromisos, en ocasiones, colisionan con los deseos.

Tras el primer sorbo deja claro que hoy no ha venido a Laviana a dar una conferencia ni a recitar sus poemas, sino atraído por el calor del afecto y el peso de una amistad que los años han fraguado con Cauce del Nalón, con las cuencas mineras y con su tierra, Asturias. «Así que mi presencia no se debe a una circunstancia tocada por la indiferencia, sino por la emoción», confiesa mientras el camarero irrumpe en escena para ofrecernos un culín que los dos apuramos con gusto, a pesar de que la climatología no acompaña a la sidra.

Laviana le evoca los recuerdos de una amistad mantenida entre su padre y el autor de «La aldea perdida», una amistad de la que tiene certeza por las crónicas que su madre le hacía cuando aún era joven, crónicas de un encuentro que parecen haberse quedado atrapadas para siempre en su memoria. Quizá por eso, cuando nos disponíamos a entrar en el restaurante de Entralgo donde tuvo lugar la cena, se volvió un instante para mirar de lejos la casa natal de Armando Palacio Valdés, como si quisiera encontrar en aquella fugaz mirada el recuerdo de sus padres o de un pasado tan prematuramente arrebatado.

Dice que la poesía es una tarea compleja y minoritaria que parte del compromiso (quizá sean también esos dos adjetivos los que mejor definan hoy la palabra compromiso), pues entiende que éste, igual que la poesía, exige rescatar de nuestro interior el olvido, o esa otra cara de la memoria, como a él le gusta llamarlo. Y es que su poesía constituye un arma contra el olvido.

Un fiel reflejo de lo dicho es su poema «Ha de llover», recitado por Gamoneda ante un auditorio enmudecido por la revelación de esa realidad que parece sepultada bajo el peso de una olvidadiza memoria colectiva, cada día más empeñada en valerse del presente para enterrar el pasado. Porque el paso del tiempo parece empecinado en desterrar al olvido lo que un día existió, aunque para ello tenga que convertir aquella cárcel del San Marcos que Gamoneda conoció siendo un niño, apestada de muerte y tortura, en un hotel de lujo. Como si los adinerados huéspedes de hoy pudieran hacer olvidar a los miserables inquilinos de ayer.

Cuando el público recobró el aliento y el silencio se quebró con las primeras intervenciones de los asistentes, alguien lo acusó de valiente por atreverse a confesar sus contradicciones. «No creo hallar ningún gesto de valentía por confesarme un hombre contradictorio, ya que la vida, lejos de ser una sucesión de igualdades, está toda ella plagada de contradicciones. Además, mi necesidad de ser veraz me obliga a confesar que vivo en la contradicción».

Debo confesarle que mientras escribo esta crónica experimento la extraña sensación de la infidelidad. Es como si al hacerlo prostituyese la intimidad de un encuentro que, aunque efímero, quedará para siempre habitando en mi memoria. Igual que en la memoria del poeta han quedado instalados para siempre los recuerdos de otros encuentros, de otras vidas, que ahora decide compartir con nosotros. Como el recuerdo de Ángel González, cuya relación atribuye a Emilio Alarcos por el acierto de haberlos hecho amigos. Por eso me confesó su dolor por los falsos comentarios que, no hace mucho, algunos medios de comunicación hicieron acerca de su relación con Ángel González, del que siempre se sintió amigo más allá de los gustos poéticos. Pero, una vez más, la realidad en nada se parecía a lo que de ella se contaba.

Queda patente que en la poesía de Antonio Gamoneda subyace una actitud de rabia y rebeldía ante las complejidades que la vida plantea: la vejez, el deterioro físico, la pobreza, la injusticia, la pérdida o la muerte. «¿Existe algo más absurdo que vivir para morirse?», protesta el poeta, consciente de que su tránsito por ese puente entre dos inexistencias que es la vida comienza a acercarse a uno de sus extremos. Quizá por eso le cueste más bajar escaleras que subirlas, aunque él lo atribuya a que su cuerpo tiene distintas edades: «Tengo unas piernas de 94 años y unos brazos de 50», afirma cada vez que alguien se ofrece a ayudarle con el peso que lleva en las manos. Sí, el cuerpo del poeta está formado por retazos de distintas épocas, pero su mirada encierra por entero el peso de toda una vida. Una vida que ama profundamente y en la que parece vivir de nuevo a través de su nieta Cecilia, cuya llegada al mundo dulcifica el dolor que le produce la cercanía de la muerte.

Nunca he alcanzado a comprender del todo el porqué los críticos califican de pesimista la poesía de un hombre que ama tanto la vida hasta el punto de temer tanto a la muerte. ¿Será, acaso, porque sus poemas no hablan de paraísos perdidos o de otras vidas más allá de la vida? No. Quien se enfrenta con su obra a las realidades de la vida no puede ser tildado de pesimista, sino de realista; pero, aun así, cuando esos mismos críticos se empeñan en decir lo contrario Antonio Gamoneda zanja la discusión con un conciliador «quizá tengan razón», como otorgándoles a ellos, más que a él mismo, un mayor conocimiento de su obra.

La cena puso fin al encuentro y sirvió de pretexto para que el poeta pudiera compartir anécdotas y risas apurando los últimos culetes de sidra en compañía de viejos amigos, entre los que cabría destacar a Pepe Monteserín, artífice del encuentro entre Cauce del Nalón y el poeta hace ahora tres años.

Pero no me olvido de ella, de Angelines, la musa silenciosa que acompaña siempre al poeta, y la que se preocupa de todo cuanto le acontece. No me olvido de la mujer discreta y silenciosa que aceptó vivir en un segundo plano tras el protagonismo de Antonio. No me olvido de su expresión risueña, que sólo se quebraba ligeramente para fruncir el ceño cada vez que yo incitaba a Gamoneda a beber un culín de sidra o a compartir un cigarrillo, como si con mi actitud estuviese acortando la distancia del puente entre las dos inexistencias.

Pero Angelines, esa sombra discreta y silente del gran hombre, se me antoja imprescindible en toda esta historia de realidades, contradicciones, inexistencias y olvidos compartidos.