Me llama Pepín Flórez desde Santullano, alarmado por el estado en que se encuentra la capilla de Villarejo, a pocos metros de su casa, y que en los últimos años ha sufrido un deterioro acelerado. Hablamos y quedamos en visitarla. Ya conocía el edificio porque a finales de 1999 escribí una crónica sobre él, que se publicó en este mismo diario, acompañada de un buen reportaje fotográfico de J. R. Silveira, cuando los dos nos dedicábamos a recorrer todo el catalogo monumental de las Cuencas, por ello recuerdo cómo estaba entonces el lugar y al verlo ahora junto a Pepín comparto su disgusto.

Hace una década el párroco don Antonio, ya fallecido, no sabía a quien recurrir para que se pusiese solución al problema de las grietas que crecían en las paredes del templo y que según él, iban a agrandarse aún más con la remodelación del cruce en el que se trabajaba entonces para facilitar el paso por el puente hacia Cuna.

El caso es que desde entonces no se ha hecho nada y a las grietas -que se han multiplicado- se une ahora el lamentable estado del tejado y el abandono total del entorno, cubierto de maleza que llega a impedir la entrada al monumento e incluso oculta el busto dedicado al maestro Benjamín Iglesias, en lo que antaño fue una bonita plaza abierta ante la fachada de la iglesia, aunque esto también tiene su lado positivo porque así lo protege de los vándalos que ya lo han derribado en una ocasión.

A pesar de su belleza y de su historia, la capilla de Villarejo es uno de los monumentos más desconocidos de la Montaña Central. Voy a contarles algo sobre ella, a ver si logró despertar su interés.

A mediados del siglo XVI, la Casa de Heredia levantó en este solar una ermita dedicada a la Santísima Trinidad y que debía formar parte del conjunto patrimonial que una rama de la familia empezaba a constituir en aquel momento en las proximidades de Santullano. El apellido Heredia no es asturiano, ¿entonces, por qué se establecieron aquí? Según el historiador Alfonso Menéndez, proceden de la tierra de Pastrana, en la Alcarria castellana, desde donde llegó a Oviedo alrededor de 1545 el primero de ellos, un doctor llamado Martín Fernández de Heredia, que era además teniente de corregidor, aunque hay que tener en cuenta que cerca de Pastrana está también Atienza, donde existe una iglesia de origen románico con la misma advocación que la de Villarejo, con lo que no sería extraño que ésta se hubiese levantado aquí en su recuerdo.

En fin, el doctor ya no se movería de nuestra región y aquí tuvo a su hijo Bernardo, llamado «el viejo», quien iba a fundar el tronco asturiano al casarse con Isabel Fernández, una moza de «escasa limpieza», lo que no quiere decir que tuviese poca higiene sino que por sus venas corría sangre judía, pero este inconveniente quedaba en un segundo plano si se tenía en cuenta que la acompañaba una gran herencia, fruto del trabajo de su padre, mercader y «marrano», término que también debemos explicar aclarando que recibían este nombre los judíos españoles que se vieron forzados a convertirse al cristianismo para no dejar el país, tras el decreto de expulsión de los Reyes Católicos y de los que se sospechaba que seguían practicando su religión en secreto.

Los padres de Isabel Fernández se llamaban Alfonso Arias de Villaviciosa y Francisca de Páez, así que como pueden ver, sus apellidos no coinciden con el de la hija y esta circunstancia fue seguramente uno de los motivos por los que Bernardo «el viejo» escogió las tierras de Mieres para fundar su casa. Aquí había pocos vecinos y nadie conocía el origen de su esposa y para evidenciar ante las autoridades el carácter católico de la familia, lo primero que hicieron fue levantar su ermita en un alto visible desde lejos. Luego, su hijo Alonso Antonio de Heredia y Fernández fundó su mayorazgo en 1587 y 10 años más tarde, a la hora de hacer el inventario de sus bienes, ya pudo incluir esta construcción entre las propiedades que lo integraban.

Dice la tradición que los Heredia se llevaban mal con los Bernaldo de Quirós, dueños entonces del Palacio de Figaredo, junto al que estaban obligados a pasar cuando querían ir a comulgar hasta la parroquia de Santa María, y que éstos para humillarlos decidieron construir una habitación en una arcada sobre el camino, obligándoles así a cruzar bajo sus aposentos. Ésta fue la gota que colmó el vaso y los de Villarejo, para no verse forzados a sufrir aquella humillación, pelearon por darle la categoría de parroquia a su templo y no tener que volver a hacer el camino marcado por sus vecinos.

Sea cierto o no, el caso es que en 1665 la ermita de La Santísima Trinidad de Villarejo mejoró su rango y aunque no consiguió la independencia total de Figaredo y siguió sin poder llevar sus propios registros, los Heredia consiguieron la autorización para celebrar en ella todos los sacramentos; entonces para demostrar su poderío mejoraron la construcción dejándola tal y como la vemos ahora: con nave única y cabecera ligeramente elevada iniciando así una planta de cruz latina, una entrada con cabildo cubierto a un agua y una hermosa barrotera de madera torneada, todo ello coronado por una pequeña espadaña que le da más empaque.

Desgraciadamente el firme en que se asienta es inestable -los antiguos contaban que el Palacio se levantó precisamente sobre la campa que había dejado un gigantesco argayu, desplazado hacía mucho tiempo sobre el primitivo Santullano al que acabó cubriendo- y la prueba de que el problema es real se dio apenas treinta años después de la construcción del templo cuando ya hubo que hacer una reparación en sus cimientos.

Bajo la advocación de la Santísima Trinidad, muchas generaciones vivieron sus mejores momentos; aquí se fueron bautizando, en una pequeña pila bautismal que figura entre las más antiguas del Caudal, y se celebraron también numerosos matrimonios (entre ellos el del mismo Pepín Flórez) y para que no faltase nada hasta la muerte puso su recuerdo con el catafalco más original de Mieres, destinado a albergar los restos de Bernardo Aza.

Porque ése es otro de los capítulos que hacen que este templo merezca nuestra atención: la riqueza de su pasado y la importancia de los personajes que fueron dejando su vida entre sus paredes. La capilla de la Santísima Trinidad está ubicada en un promontorio estratégico que ha ido sirviendo de atalaya a tropas irregulares y ejércitos del más variado pelaje que dejaron la huella de su ira, al menos en dos ocasiones: la primera durante la Guerra de la Independencia, cuando la jauría napoleónica arrambló con cálices y patenas, antes de incendiar el edificio que pasó décadas abandonado y la segunda en la última contienda civil, llevando a las llamas las imágenes que presidían los altares del interior. Por aquí pasaron todos: oficiales franceses y guerrilleros españoles, liberales y absolutistas, revolucionarios y falangistas. Hasta encontramos una pequeña anécdota que no deja de tener su importancia para la historia local: en el camino que circunda Villarejo encontró Faes, el mítico carlista, la bala que lo mató. Fue el 7 de julio de 1874, el mismo año en el que el Vizconde del Cerro, entonces propietario de palacio y capilla, se lo vendió a una familia de empresarios mineros, poniendo fin a una época e iniciando otra, como un símbolo del cambio de los tiempos que llegaba a las Cuencas, en una época en la que los capitalistas venían a reemplazar a los viejos aristócratas que ya no tenían aquí su sitio.

La biografía del vizconde Antonio Fernández de Heredia y Valdés, describe a un personaje decimonónico: Influyente en Asturias y diputado a Cortes; gobernador de diversas provincias; introductor de embajadores; maestro de ceremonias de la Casa Real de Amadeo I de Saboya?la de Bernardo Aza nos muestra en cambio a un hombre del siglo XX: accionista y emprendedor; político y periodista; perito agrícola, facultativo de minas y estudioso del Derecho; fundador del diario «Región» y del partido Derecha Regional Asturiana; diputado con Primo de Rivera. Acabó siendo fusilado en los sucesos de la cárcel de Madrid, en 1936; luego, su viuda Guadalupe mandó traer sus restos hasta la capilla de Villarejo (permítanme aquí un pequeño paréntesis: la historia de amor entre Bernardo Aza y Guadalupe Figaredo también da para escribir muchas líneas, aunque seguramente estas crónicas no son el marco adecuado).

No queda sitio para hacer la relación de otros personajes vinculados a la ermita de la Santísima Trinidad, pero con esto creo que ya es suficiente para demostrar que nos encontramos ante un elemento patrimonial e histórico de primer orden en nuestra cultura local y, en consecuencia, debemos exigir su inmediata restauración, aunque seguramente habrá quien prefiera quitarse el problema de encima, dejando que el tiempo haga su trabajo, pensando que lo mejor es seguir las palabras que dan título a la novela de Paul Bowles: «Déjala que caiga».