Ya ven cómo son las cosas, a veces la inspiración le viene a uno por los caminos más extraños. Hace unas semanas, llevado por la curiosidad que siempre he sentido por las religiones y lo que las rodea, visité la Iglesia de la Cienciología de Madrid, a unos pasos del Congreso de los Diputados. Me guió por las instalaciones uno de sus miembros, que se esforzaba en explicarme las bondades de la Dianética, que así se llama la técnica que práctica esta creencia, hasta que en un momento de la conversación descubrí que él había nacido en Mieres. «Conozco a mucha gente allí», le dije, «¿cómo te apellidas?».

Y entonces supe que su familia había tenido en otro tiempo la propiedad de Mina Vicentina, en Olloniego. Desde aquel momento, cada uno fue a lo suyo: él siguió contándome las virtudes de Ronald Hubbard, el inspirador de su fe, y yo, mientras tanto, que soy más prosaico, me esforzaba por sonsacarle detalles sobre la explotación.

De vuelta a casa, empecé a escribir algo sobre aquella explotación y comprendí que no podía hacerlo sin explicar la situación que se vivía entonces en Asturias y que desembocó en la creación de Hunosa, dando el pistoletazo de salida para la carrera de la crisis en las Cuencas.

Mina Vicentina fue la primera cooperativa hullera que se constituyó en la España del franquismo asistida por la Obra Sindical de Cooperación y sirvió como una piedra de toque para ver la validez de estas experiencias en un momento de profunda crisis para el mundo del carbón. Se cedió a los ochenta trabajadores que integraban su plantilla y quedaron comprometidos junto a sus facultativos a hacer frente a los gastos de explotación y los plazos de amortización, tras haber llegado a un acuerdo con los propietarios cuando su producción media era de dos mil toneladas mensuales.

El plan consistía en que el sueldo de los cooperativistas quedaba establecido con arreglo a su trabajo, con el compromiso de recibir proporcionalmente los beneficios que se produjesen al fin de cada ejercicio, pero, seguramente porque entonces los tiempos no eran propicios para estas novedades, los augurios que los técnicos expusieron desde el primer momento se acabaron cumpliendo y el plan no tuvo éxito.

A principios de los sesenta corrían malos años para la hulla asturiana. Desde el final de la Guerra Civil la producción no había dejado de crecer, pero la tendencia cambió en 1959, cuando el llamado plan de estabilización del franquismo liberó los aranceles y el petróleo empezó a ganar un terreno que ya no cedería nunca, además era el tiempo de la emigración, que se llevó a mucha mano de obra cualificada, y de las largas huelgas, que supusieron mayores costes laborales, primero por el cese de actividad que traían implícitas y, de manera secundaria, por las mejoras salariales que consiguieron para los trabajadores restándoselas a los beneficios.

Además, otra de las consecuencias de estos conflictos -lo que ahora llamaríamos efectos colaterales- fue que se abrieron las puertas al mineral extranjero para suplir al que dejaba de extraerse aquí.

En este sentido, la gran huelga de 1962 no hizo más que acelerar la pérdida de rentabilidad de las empresas, que aquel año redujeron sus ganancias y dejaron de repartir dividendos, hasta el punto de que las más pequeñas empezaron a plantearse el cierre definitivo y las grandes pusieron sobre la mesa la posibilidad de fusionarse para ajustar su tamaño a las necesidades reales de los tiempos que se avecinaban.

La reacción del Gobierno consistió en poner en funcionamiento la llamada acción concertada, dirigida al sector hullero con el objetivo de incrementar la productividad, para lo que resultaba imprescindible concentrar las explotaciones mejorando la organización del trabajo y la rentabilidad. Sus bases se fijaron en diciembre de 1963, en el I Plan de desarrollo, pero la orden no se publicó hasta el 30 de marzo de 1965, y, en líneas generales, consistía en algo parecido a los planes quinquenales que habían ideado los comunistas rusos, sólo que aquí el plazo para conseguir la ayuda estatal quedaba limitado a cuatro años.

Desgraciadamente para todos, el plan fracasó, a pesar de los diferentes caminos que se intentaron para unir las minas. En abril de 1966 se propuso la concentración de Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera, Fábrica de Mieres, S. A., Industrial Asturiana Santa Bárbara, S. A. y Hullera Española, S. A. en una sola, denominada en un principio Henansa (Hulla y Energía del Noroeste, S. A.) y luego Henosa (Hulleras y Energías del Norte, S. A.), con un capital social de 7.000 millones de pesetas. El Estado iba a controlar la mitad de la sociedad y su actividad se diversificaba entre las explotaciones mineras y las centrales térmicas, aunque pronto se abandonó la idea de producir electricidad.

Sin embargo, algunas empresas como Figaredo, Nespral, Langreo, Siero, La Camocha o Hulleras de Veguín, de Olloniego, prefirieron seguir solas porque sus problemas aún no eran agobiantes y les permitían abordar las previsiones de la acción concertada. Por su parte, Hulleras de Turón también intento salvarse en solitario, reduciendo personal, cerrando lo que no era rentable y modernizando el resto.

De esta forma, por fin el Gobierno de la nación decidió coger el toro por los cuernos y mediante un decreto publicado el 9 de marzo de 1967 constituyó la Empresa Nacional Hulleras del Norte, S. A. (Hunosa) para explotar las minas de carbón y controlar las actividades relacionadas con ellas. A las empresas que citamos más arriba se sumaban Carbones Asturianos, S. A. y Nueva Montaña Quijano, S. A., lo que al final sumaba nada menos que 1.500 concesiones y 250 escombreras repartidas por ocho municipios: los nuestros.

El capital social inicial era de 3.380 millones de pesetas, de los cuales el Instituto Nacional de Industria (INI) aportaba el 76,92% y el resto se repartía entre las empresas que se integraban en el proyecto y que reunían en aquel momento una plantilla de 20.017 trabajadores con una producción de 3.145.140 toneladas.

El 1 de julio de 1968 se registró un nuevo bloque de incorporaciones, con Hulleras de Veguín y Olloniego, Carbones de La Nueva y, por fin, Hulleras de Turón y, un año después, también se integraron Minas de Langreo y Siero, Mina Tres Amigos y Carbones de Langreo. Por último, el 1 de enero de 1970 lo hicieron Nespral y Cía., Minas de Riosa, Coto Musel y Mina La Encarnada, con lo que Hunosa se convirtió en el tercer grupo público minero de España, tras la Empresa Nacional Calvo Sotelo y la Empresa Nacional Carbonífera del Sur, aunque en realidad el gigante tenía los pies de barro y no era más que una fachada tras la que se escondía el fracaso de unos pozos descapitalizados y con escasa productividad.

En 1969 ya era evidente que Hunosa era una enorme ruina que nunca iba a salir de los números rojos. Se culpó a las empresas de haber inventariado máquinas que llevaban años sin funcionar y materiales obsoletos, y el Estado decidió aplicar un balón de oxígeno bajo la forma de un plan de reestructuración con el que se esperaba equilibrar la balanza incrementando la producción y ajustando las plantillas de manera que en una década las tornas cambiasen y se pudiese incluso ver algún beneficio.

Fue inútil, las pérdidas eran tan elevadas y los empresarios lo tenían tan claro que cuando a los pocos meses el Gobierno tomó la drástica decisión de abrir una nueva suscripción de títulos para conseguir otros 3.900 millones y reflotar la enorme nave nadie quiso comprar aquellas acciones y fue el INI quien tuvo que hacerse cargo de todo, con lo que pasó a controlar el 100% de la compañía.

El resto ya lo conocen porque lo han vivido. Aunque sus siglas entraron a formar parte de las familias de las Cuencas, nadie creyó nunca en Hunosa; los empresarios se alejaron en cuanto pudieron de aquel pozo sin fondo, el Estado deseó deshacerse de las minas incluso antes de tener su propiedad, pero nunca encontró el momento de dar el paso y, mientras tanto, desde el escalón más bajo de la plantilla hasta el más alto en el escalafón se vivía la sensación de que la empresa no era de nadie y se permitió que se acometiesen obras absurdas o que máquinas carísimas venidas de muy lejos se oxidasen olvidadas por los rincones sin llegar a entrar en funcionamiento.

Las pérdidas llegaron a ser tan escandalosas que las cuencas mineras y por extensión toda Asturias se convirtieron en paradigma del mal gobierno y del despilfarro y aún hoy desde otras regiones más afortunadas se nos echa en cara una sangría de la que no tuvimos la culpa.

Lo más curioso es que nos convencieron de que las cosas no podían ser de otra manera y asumimos el cierre de los pozos como inevitable, y ahora, cuando ya estábamos tranquilos, vemos con asombro cómo la minería del carbón, de nuevo en manos de particulares, vuelve a ser rentable. Me parece que alguien nos llevó al huerto.