Faltaban pocos minutos para las cuatro de la tarde del 5 de septiembre de 1969, cuando las gentes de Villalón, uno de los pueblos más prósperos de la tierra de campos vallisoletana, vieron interrumpida su siesta por el ruido ahogado de un motor que llegaba desde el cielo. Los más cercanos a la plaza, donde se levanta uno de los mejores rollos de Castilla de cuyos brazos pendieron en otra época muchos ajusticiados, pudieron ver desde sus ventanas el vuelo errático de una avioneta bimotor, desplazándose a tirones y en un peligroso zigzag, a poca distancia de los tejados más altos. A los vecinos les llamó la atención tanto la proximidad del aparato -casi un espectáculo en aquellos años- como la apurada situación en que se encontraba y que hacía presagiar una caída inmediata.

Poco después, una explosión confirmó sus temores anunciándoles que el accidente ya se había producido. Fue en un paraje cercano a la población conocida como El Basán, en las inmediaciones de una de una estación de servicio situada en la carretera de Palencia. De manera que sus empleados no tardaron en acercarse hasta el lugar para intentar prestar auxilio a los accidentados, aunque inútilmente, pues cuando llegaron, tan sólo una de las mujeres estaba aún agonizando abrazada a una compañera, mientras el resto de los viajeros ya habían muerto carbonizados.

Una vez que se dio aviso a la Guardia Civil, el comandante del puesto y varios números se desplazaron para impedir el paso a los curiosos, mientras esperaban la llegada del juez comarcal. Entretanto, se fueron extrayendo los cadáveres, aprisionados por el fuselaje y se buscó alguna documentación que permitiese identificar tanto a las personas como a la avioneta. Todo estaba quemado, pero en la chapa todavía podían leerse las letras HB-GDB, que se correspondían con una matrícula suiza.

Cuando se hicieron las consultas telefónicas, no tardó en saberse que la avioneta había despegado del aeródromo de Madrid-Getafe dos horas antes con destino a Asturias. La ocupaban cuatro hombres y dos mujeres, cuyos cuerpos fueron llevados hasta el depósito de Villalón para ser trasladados más tarde a la capital de España.

El suceso se dio a conocer en las noticias de Radio Nacional a últimas horas de la tarde y en Mieres no hubo más comentarios que los habituales cuando pasan estas cosas; al día siguiente se pudieron leer más detalles en los periódicos y pronto el drama se había olvidado.

Aunque no para todos, porque un pequeño grupo de concejales y empresarios de la cuenca del Caudal se quedó de piedra aquella mañana al ver impresos los nombres de los muertos, con la seguridad de que las llamas de Villalón habían tenido un efecto en la distancia, al llevarse también una oportunidad irrepetible de diversificar la industria de esta zona, en un tiempo en el que los más avezados se planteaban ya ir preparando otras alternativas a la omnipresente minería del carbón.

La nota de prensa que distribuyó el día 6 la agencia Cifra informaba que los cadáveres identificados en un primer momento eran los de tres alemanes, Peter Meier, de 27 años, natural de Hamburgo y residente en Madrid; Greeth Lotthe, de 26 años, natural de Wiesbaden, también vecina de Madrid y Dieter Kirberg, del que sólo se sabía que era doctor en Medicina.

Pero el alcalde de Mieres, Guillermo Lorenzo, conocía perfectamente a los fallecidos porque hacía muy poco tiempo que se había entrevistado con ellos: el doctor Kirberg era el presidente de la compañía hispano-alemana Intertec S.A. dedicada a la ingeniería química; Peter Meier, el director-gerente de la misma empresa, y la mujer, su secretaria personal. Cuando llegaron los otros nombres, se cerró la catástrofe: Hildegard, la esposa del doctor; el ingeniero Heinz Olivier y el piloto, un suizo llamado Rene Haruda.

Estoy seguro de que si el destino no hubiese echo trampas, el doctor Kirberg daría hoy su nombre a una de nuestras calles y cientos de familias le estarían agradecidas, ya que fue uno de los pocos hombres que apostaron decididamente por esta tierra, estableciendo inicialmente las oficinas de su empresa en Asturias, desde donde hacía constantes viajes a Alemania para promocionar las posibilidades que ofrecía nuestra región. Cuando el crecimiento de Intertec S.A. lo hizo necesario, llevó su despacho desde la calle Uría de Oviedo a la calle General Mola de Madrid, pero siempre tuvo claro que sus inversiones tenían que realizarse aquí.

Y verán que no exagero si les explico que Kirberg y su gente se estrellaron cuando estaban a punto de firmar varios proyectos para el Polígono Industrial de Mieres. Concretamente, el primero se iba a dedicar a la fabricación de piezas de plástico destinadas a la exportación, con el sonoro nombre de Asturplas y un capital social de veinte millones de pesetas de la época, que se iba a doblar en una segunda fase, aportado por capitalistas alemanes y asturianos. El plan estaba tan avanzado, que incluso se habían reservado los terrenos para empezar a levantar sus instalaciones en un plazo que iba a oscilar entre el año y los catorce meses y ya contaba con la aprobación del Ministerio de Industria.

Un segundo plan, para el que se había buscado la participación de varios industriales mierenses e incluso una aportación económica del Ayuntamiento, que pasaría a tener parte de la propiedad, era la construcción de una fábrica de zumo de frutas denominada SAMICA (Sociedad Anónima Mieres del Camino), una actividad novedosa para aquel 1969, que a juzgar por la evolución que tuvieron otras similares abiertas más tarde en otros puntos de España, tenía el éxito asegurado.

Y aún había un tercero, del que informó unos días más tarde el periodista Luís José Ávila en un reportaje sobre este asunto publicado en la revista «Asturias Semanal». Se trataba de otra fábrica de impermeabilizantes, con una inversión de 90 millones de pesetas y una previsión inicial de casi cien puestos de trabajo, que en aquel momento había sido rechazado por razones que desconocemos por el Ministerio de Industria, aunque nunca sabremos que hubiese pasado con el correspondiente y lógico recurso.

El redactor conocía personalmente a los fallecidos porque había tenido ocasión de entrevistar al doctor Kirberg unos meses antes, cuando fue a recibirle con motivo de una de las frecuentes visitas que éste realizaba a Ensidesa, empresa con la que había empezado su conexión con Asturias, como asesor en muchas de las grandes obras que entonces se estaban realizando en la factoría. El alemán era muy apreciado entre los altos directivos de la empresa, sobremanera desde que los había invitado, junto a sus esposas, a pasar quince días en el país germano.

La casualidad -una más, en esta sorprendente historia- quiso que el encuentro se produjese en el aeródromo de Llanera, donde aterrizó el doctor pilotando su propio aparato de un solo motor. Y en la conversación que precedió a las preguntas sobre temas económicos, salió el tema de las avionetas y Kirberg le manifestó al periodista su pasión por el vuelo y la intención de comprar pronto otra nueva, más moderna y más amplia, de ocho plazas y dos motores, que le iba a costar ocho millones de pesetas.

Aquel fue el aparato, casi recién estrenado, que se vino a tierra en las eras de la provincia de Valladolid, seguramente a causa de un golpe de aire que lo inclinó de cola impidiendo que el combustible llegase al carburador, lo que ocasionaba en aquellos años la mayoría de los accidentes de este tipo.

Si nos llama la atención el interés de este empresario por nuestra región, debemos trasladarnos hasta el tiempo en el que se desarrollaron los hechos, finales de la década de los 60, con una Alemania que, como hoy, estaba a la cabeza de la economía europea -ya ven como las cosas se repiten- y en la que sobraba el capital para invertir, mientras en España la emigración se encontraba en su apogeo, abundaba la mano de obra barata y el suelo industrial y las autoridades daban toda clase de facilidades a la inversión.

En Mieres había entonces muchos trabajadores cualificados, se contaba con una larga tradición productiva y la situación geográfica la convertía en un lugar con muchas posibilidades de desarrollo. No pudo ser, la mala suerte se cebó en aquellos años con nosotros y el desmantelamiento de la Fábrica vino a gangrenar la herida abierta por la falta de inversiones. Estoy seguro de que todo habría sido de otra manera si la avioneta del doctor Kirberg hubiese llegado aquella tarde a su destino, pero lo que no podemos hacer es echarle la culpa de nuestra crisis a la mala suerte, ¿o sí?