Los historiadores llaman «motines de subsistencia» o «motines del pan» a las revueltas ocasionadas directamente por la necesidad de productos básicos. Se daban en el mundo antiguo, pero adquirieron unas características determinadas en el siglo XV y aún se repiten de vez en cuando en las zonas más desfavorecidas de este planeta cuando acucia la hambruna. Ya les contamos en esta página el episodio de 1897 conocido como «La Sanjuanada», porque se produjo en plenas fiestas patronales de Mieres, cuando la población salió a la calle para protestar por los abusos que se estaban cometiendo en los pesos y medidas de los alimentos básicos. Hoy vamos a recordar otro capítulo muy parecido, pero esta vez desarrollado en la Cuenca del Nalón. Es posterior; se dio en 1915, lo que lo convierte seguramente en la última revuelta de estas características que se desarrolló en Europa.

Todo comenzó en la tarde del miércoles 2 de junio de aquel año, cuando se extendieron los rumores de una inmediata subida en el precio del pan, que podía superar el 50%, decidida por los panaderos del valle. Es difícil que actualmente nos hagamos una idea de la importancia que este producto alcanzaba en la alimentación de las familias, reducida casi siempre a patatas, huevos, tocino y, como sustento de todo ello, el pan. Por eso, en una época en la que se vivía completamente al día y con lo justo, no tardó en cundir la alarma y se convocó con urgencia una reunión en el Centro Obrero en la que se tomó la decisión de convocar una huelga para el día siguiente, acompañada de concentraciones ante las tahonas de La Felguera y Langreo.

A las 4 de la madrugada, aún en completa oscuridad, se concentraba una multitud de hombres, mujeres y niños ante la panadería de los Hijos de González, una de las más importantes del valle, que ya estaba protegida por varios números de la Guardia Civil. Allí estalló la indignación y se produjo el primer intento de asaltar un establecimiento, detenido primero por un toque de atención del corneta de la dotación, que hizo temer que la fuerza abriese fuego indiscriminadamente y luego por la decisión de los dueños del negocio, que, para evitar males mayores, decidieron regalar su mercancía: más de mil kilos, entre panes de diferentes tamaños, pamestas y bollería. Aquello fue solo el comienzo pero marcó la tónica de una jornada que pudo haber acabado en una verdadera tragedia.

A este establecimiento le siguió la tahona de Álvarez, que fue asaltada sin miramientos por las mujeres y los niños, mientras los hombres permanecieron al margen, luego la de Carreño, después la de Ricardo Lorenzo, próxima a la estación de Langreo, y entonces alguien empezó a gritar: «¡A Lada todo el mundo!». Y a Lada marchó una imponente manifestación en busca de los obradores de Avelino Canga y José Carrocera, que también fueron saqueados antes de que los manifestantes volviesen sobre sus pasos para hacerse oír ante la Casa Consistorial, también blindada por las fuerzas del orden.

A pesar de la sucesión de actos violentos, fue un verdadero milagro que la sangre solo corriese en un lugar concreto. Ocurrió en la tahona de Menéndez, en La Felguera, donde resultó herido por arma de fuego el obrero Marcelino Geijo, que fue conducido con urgencia a la Sección local de la Cruz Roja donde se le apreciaron varias heridas producidas por una perdigonada en la región parietal izquierda, lo que hizo necesario su traslado en el tren de las 6.30 de la tarde hasta el Hospital Provincial de Oviedo.

El autor del disparo había sido Emilio Menéndez, hijo del dueño de la panadería, quien fue retenido -y protegido del linchamiento- en el Ayuntamiento hasta que se decidió su ingreso en la cárcel de Laviana para ser interrogado por el Juez de Instrucción en presencia del abogado fiscal de la Audiencia, que, dada la trascendencia que podía alcanzar todo lo relacionado con el motín, decidió intervenir en el sumario.

Según sus declaraciones, había actuado en defensa propia cuando los manifestantes llegaron hasta su puerta en actitud amenazante, a pesar de que se les dijo que este establecimiento era el único que había mantenido los precios sin ninguna subida. Fue inútil, y se les ofreció entonces coger lo que quisieran sin causar destrozos, pero -siempre según el industrial- no dudaron en emplear la dinamita destruyéndolo todo y poniendo en peligro la vida de su padre; de modo que tuvo que armarse y realizó el disparo contra un individuo que llevaba un cartucho en la mano.

El caso es que resulta difícil saber en que punto comenzaron los destrozos, porque, en cuanto se supo que había un herido, la casa fue incendiada y la ira llegó a tal punto, que se perdió tanto el mobiliario como la maquinaria y de la vivienda solo quedaron en pie unas paredes humeantes. Una fatalidad para el herido y una catástrofe para sus agresores, que no tenían aseguradas sus propiedades y lo perdieron todo, con la excepción de 90 sacos de harina que estaban depositados en la Administración de Consumos.

En los concejos vecinos, donde también se había declarado la huelga, se pudo sostener la tensión, salvo en El Entrego. Allí los asaltantes saquearon la panadería de Álvarez y Figar, llevándose con ellos útiles y efectos dedicados a la fabricación. Entonces, ante la posibilidad de que la revuelta se acabase extendiendo, las autoridades provinciales actuaron rápidamente y solucionaron el conflicto con un tacto que, cuando han pasado ya casi cien años, aún nos sorprende por la habilidad de sus artífices.

Al mediodía del día siguiente, se personó en Langreo el Gobernador Civil Epigmenio Bustamante, acompañado por el Teniente Coronel de la Guardia Civil y el Jefe provincial de Policía, para dirigirse al Ayuntamiento y escuchar una primera versión de los hechos de boca del Alcalde, y a continuación se entrevistó a puerta cerrada con una comisión obrera, elegida por los amotinados en una Asamblea celebrada en el solar en que estaba a punto de levantarse la Casa del Pueblo.

También resultó admirable el comportamiento de los obreros que cortaron en seco la violencia ante la posibilidad de una solución pacífica: más de dos mil personas eligiendo a mano alzada a sus representantes -como un anticipo de la importancia que la cultura libertaria iba a adquirir en el Nalón dos décadas más tarde-, esperando después a pie firme en el mismo lugar de su concentración la vuelta de la Comisión con sus noticias y aplaudiendo la concesión de sus peticiones con un llamamiento a la vuelta inmediata al trabajo y a la normalidad.

No era para menos. El movimiento popular fue apoyado desde su inicio por los socialistas y los anarquistas del valle, pero triunfó sin el control de ninguna organización. Desde aquel momento, el peso de todos los artículos estaría a disposición del público; se iba a facultar a un concejal para repesar el pan sin previo aviso a los comerciantes y aquella panadería que reincidiese en la trampa sería clausurada, y finalmente el Ayuntamiento quedaba encargado de vigilar que la carne destinada a la venta estuviese en buen estado.

Unas horas después, tuvo lugar un segundo encuentro con los mismos protagonistas por ambas partes para resolver la parte más delicada: el precio de venta del pan. Tampoco hubo desavenencias, ya que se cogieron como modelo las tarifas que regían en la flamante Cooperativa Obrera de Mieres. Las pamestas de 3 kilos costarían 1,25 ptas. y el pan de 2 kilos 1,20.

De esta forma volvió la normalidad. Por si las moscas, aquella mañana los 103 hombres, de a pie o a caballo que nutrían los cuarteles de Sama de Langreo y La Felguera, habían sido reforzados con toda la fuerza de la línea de Llanes, dirigida por su capitán, pero no llegaron a actuar. Tras el acuerdo, todos volvieron a sus puestos. Duro Felguera reanudó su trabajo con el turno correspondiente, las minas retomaron la producción y el comercio abrió sus puertas.

Por las calles se volvió a autorizar el tráfico motorizado y aunque las panaderías tardaron un poco más en normalizar su actividad, unas semanas después todo parecía haberse quedado en un mal sueño, mientras los industriales echaban cuentas y se movilizaban en solidaridad con el compañero detenido, exigiendo que se retirasen los cargos contra él y que se le concediese una ayuda para que pudiese volver a abrir su establecimiento.