En el siglo XVII, los jesuitas fundaron en la América española unos asentamientos que tenían el objetivo de enseñar a trabajar a los guaraníes y otros grupos indígenas mientras les inculcaban las enseñanzas evangélicas. Se llamaron reducciones y estaban dentro del territorio denominado Misiones Orientales, que se extendía por la actual provincia argentina de Misiones, el norte de Corrientes y grandes extensiones de Paraguay y suroeste del Brasil.

En ellas se repetían las mismas características. Las calles se ordenaban en líneas geométricas de manera que las casas estaban alineadas en torno a una gran plaza. El edificio más importante era la Iglesia y la residencia de los frailes estaba situada en un lugar desde el que podían vigilar la vida del asentamiento. También se construyeron escuelas de primera enseñanza, donde los niños y las niñas acudían por separado y aprendían diferentes materias según lo que se esperaba de su sexo, mientras que el catecismo y la asistencia a misa eran obligatorios.

No les voy a contar aquí más detalles de estos poblados, pero -salvando la existencia de la plaza comunal- tanto su estructura, como la forma de vida de la que gozaban sus moradores, convertidos en fervientes y sumisos cristianos a cambio de una existencia más cómoda que la de sus semejantes, y los conflictos que vivieron los frailes que querían regirlos por sí mismos, enfrentándose a la autoridad real, siempre me han recordado a los primeros momentos de Bustiello. Porque no sé si saben que don Claudio López Brú también intentó tener allí su propio municipio, constituido por los pueblos en los que asentaban las instalaciones de la empresa minera que estaba registrando en aquel momento: la Sociedad Hullera Española.

El ayuntamiento de Bustiello debía recortar por el norte poblaciones tan importantes para Mieres como Santa Cruz y Ujo, y por el Sur al de Aller nada menos que Moreda, Caborana y Boo y ante el insistente rumor de que su fundación era inminente, los alarmados habitantes de ambos territorios decidieron actuar antes de tener que lamentar después la secesión de sus territorios.

Mieres era en aquel momento un concejo todavía joven y en el que no hacía mucho aún se había vivido otra polémica sobre sus lindes, precisamente en la franja que ansiaba don Claudio.

Después del breve período del trienio liberal que había dado libertad a los pueblos españoles multiplicado la existencia de municipios a capricho de los vecinos, el día 2 de enero de 1.837 se había celebrado la primera sesión de su independencia definitiva del «Conceyón» de Lena, siendo su primer alcalde don Manuel Castañón; pero solo dos años más tarde, el 28 de noviembre de 1.839, el flamante ayuntamiento tuvo que dirigirse a la reina Isabel II pidiendo la confirmación de que las parroquias de Santa Cruz y Ujo le pertenecían, ya que aunque se habían añadido al embrión del nuevo concejo por gracia de Isabel II, cuando «cansado ya el Cielo de ver sufrir a España, se trasladaron a las hermosas manos de V. M. las riendas del Gobierno, dirigidas antes por Consejeros ineptos o traidores», en aquel momento habían vuelto a Lena.

De nada había servido que en aquel momento para dar más entidad a la solicitud, ésta se hubiese acompañado por las firmas de los 50 vecinos que tenía Santa Cruz y 70 de los 80 que residían en Ujo, porque los otros estaban ausentes. Los hábiles lenenses aprovecharon un momento en el que la Diputación se sentaba uno de los hijos de aquella villa, don José Cabo, quien encargó un expediente al Juez de Primera Instancia del Partido don Isidro Castañón y a otro ilustre vecino de Lena, y entre ellos volvieron a sus dominios a las dos localidades.

Ante el silencio de la reina, los mierenses tuvieron que repetir su petición en 1.841, esta vez dirigiéndose directamente a la Diputación, instando a las autoridades regionales a que se personasen para conocer de cerca la opinión de las familias afectadas y acusando a José Cabo de obrar buscando sus intereses particulares, la inversión de sus caudales y el dominio y señorío de sus muchas propiedades.

Finalmente, los dos pueblos siguieron en Mieres y nadie hubiese vuelto sobre el tema, de no ser por un acontecimiento inesperado: la adquisición en 1883, por el marqués de Comillas, de las concesiones mineras de la zona, que eran propiedad de «La Montañesa». Se trataba de proveer de carbón a sus barcos que realizaban la ruta transatlántica, pero la rentabilidad de aquellas explotaciones no tardó en ampliar aquel horizonte inicial y tres años más tarde se levantó en Sovilla una fábrica de aglomerados; pronto se trazó una línea de ferrocarril para llevar el mineral hasta el servicio general de la empresa, de forma que en una década todo se fue llenando de instalaciones para los servicios auxiliares, algunos tan importantes como el lavadero inaugurado en 1891.

Ahora contamos con un documento recuperado por el investigador Rolando Díez en el curso del exhaustivo rastreo que lleva meses realizando por los archivos para aclarar como fueron los primeros pasos de nuestra minería. Se trata de un escrito dirigido por las autoridades alleranas a don Alejandro Pidal y Mon, el más influyente de los políticos asturianos, quien después de haber formado parte del Gobierno de España, estaba a punto de convertirse en presidente del Congreso de los Diputados.

En la misiva, los firmantes ponían en antecedentes a su destinatario sobre la intención del marqués de Comillas de crear un pueblo en Bustiello «con objeto de formar en un tiempo no lejano un concejo minero, y al efecto ya se colocó la primera piedra para un templo grandioso y monumental que a expensas del sr. Marqués se ha de levantar en aquel sitio».

Quienes escribieron aquella carta, conocían de sobra que don Alejandro y don Claudio coincidían en su fervor religioso y por ello se preocuparon en aclarar que ellos también profesaban la misma fe y no se oponían al nuevo templo, sino a su ubicación, que debía haberse establecido dentro de los límites de su concejo, como parecía que iba a hacerse en un principio. También explicaban como, al ver que la realidad era otra, habían enviado una comisión en un intento de convencer al aristócrata, pero ante su silencio se dirigían ahora a la única persona que suponían que todavía cambiar las cosas.

Según ellos -y no se equivocaban- en el caso de que se fundase otro ayuntamiento a expensas de los de Mieres y Aller, los perjuicios iban a ser enormes. De Moreda y Boo salía la mayor parte de la renta de este último concejo, y sin ellos no podría sobrevivir económicamente. Argumentaban a continuación que esos pueblos siempre habían acogido bien tanto a los proyectos como a los técnicos del marqués y ponían como ejemplo su comportamiento en las huelgas, las facultades que se les habían concedido a los guardas jurados de sus empresas o lo acontecido cuando la catástrofe de Boo, con 30 muertos en un accidente minero, había puesto a prueba a toda la comarca.

Además, les parecía incomprensible la actitud que ahora mostraba el marqués, al que nunca se le había reclamado nada por los daños y las molestias que continuamente causaban sus explotaciones: «obstrucción de los caminos de tránsito, pérdida de manantiales de aguas, ensuciamiento en del río por los arrastres de los escombros de las minas y aprovechamiento gratis de los terrenos comunales», cuando, al contrario, los vecinos venían soportando la conducta revoltosa y altanera de los operarios altaneros que ocasionaban constantemente quimeras, lo que forzaba a las familias a encerrarse en sus casas antes del anochecer y evitar recorrer los caminos solitarios; dándose la circunstancia de que ni uno solo de esos empleados era del Concejo, incluyendo a los encargados del abastecimiento de géneros y comestibles, por lo que Aller no había obtenido ningún beneficio con las actividades de don Claudio.

Los alleranos apelaron con firmeza en su carta a todos los medios, pero al final, después de asegurar al marqués de Pidal, en el estilo sumiso que imperaba en aquella época de caciquismo, que si les apoyaba tendría asegurados los votos de todo el concejo para su candidatura política, cerraron su petición de un modo bastante dramático: si no se conseguía por la vías legales y pacíficas, el pueblo de Aller «luchará por su existencia, que es la integridad del municipio, hasta derramar sus habitantes la última gota de sangre».

No sabemos si don Alejandro Pidal llegó a mediar en este asunto o fue la determinación de los vecinos, pero el segundo marqués de Comillas no llegó a tener su propio municipio. Aunque tampoco le hizo falta ese formalismo legal para imponer su propia ley.