Al amanecer del 1 de mayo de 1898 sonó un cañonazo en las aguas de Cavite. La Armada americana había disparado primero e iba a seguir haciéndolo a placer mientras los barcos mandados por el almirante Patricio Montojo apenas podían defenderse y los proyectiles de la artillería costera, que estaban demasiado lejos, se perdían antes de llegar a su objetivo. Cuatro horas más tarde en Filipinas se había repetido el desastre cubano y los españoles residentes en el archipiélago intentaban dejarlo por cualquier medio para retornar a la metrópoli. Entre ellos estaba el misionero agustino Graciano Martínez Suárez, nacido el martes 23 de marzo de 1869 en la casa conocida como La Portalada, en el callejón de la capilla de San José de Pola de Laviana.

El fraile llevaba poco tiempo en Asia. Había sido destinado al norte de la isla de Luzón, primero en la provincia de Abra, luego ocho meses en Ilocos y finalmente en las montañas de Sapao, entre los indios igorotes, conocidos porque hacía poco que habían dejado la terrible costumbre de coleccionar las cabezas de sus víctimas. Allí pudo vivir de cerca todos los avatares de la revolución independentista; hasta que cayó prisionero el 26 de agosto de 1898.

El padre Graciano ha pasado a la historia como un autor fecundo, que trató con extensión temas religiosos, filosóficos, políticos, e incluso firmó en Manila con el seudónimo de «Zenit-mar», jugando con las sílabas de su apellido, un libro titulado «Flores de un día», que incluía los poemas que había ido enviando desde allí para que se publicasen en «El Porvenir de Laviana» y en la «Revista Lavianense».

Aunque su obra más conocida es el relato de los 16 meses que pasó retenido y que salió de la imprenta en Manila después de ser liberado el 11 de diciembre de 1899. Las llamó «Memorias del cautiverio. (Páginas de la revolución filipina)».

Antes de entrar en detalles, veamos brevemente como llegó hasta allí nuestro personaje. Su familia también era de Laviana, la madre se llamaba Josefa y el padre Valentín y había sido Secretario del Juzgado Municipal más de treinta años. Su primer maestro fue el mismo que había enseñado a Maximiliano Arboleya, don Pedro García Morán, y seguramente él fue también quien le orientó para que a los 17 años decidiese ingresar en el Colegio de los Agustinos Filipinos de Valladolid. Allí hizo sus votos y luego pasó al monasterio de La Vid, en Burgos, para hacer la carrera eclesiástica. En mayo de 1895 celebró su primera misa en El Escorial y enseguida fue enviado a Filipinas, donde llevaba pocos años cuando ocurrió el desastre colonial.

En sus memorias no se ahorran detalles sobre lo ocurrido en Filipinas tras la derrota militar. Relata los días previos a su detención en la localidad de Aparri, donde los españoles de la zona se había refugiado para esperar inútilmente la llegada de otro barco español, hasta que la pequeña guarnición de Guardias Civiles y soldados que residía allí se rindió y todos -civiles, religiosos y militares-, fueron hechos prisioneros por las tropas del independentista Emilio Aguinaldo.

Luego viene la crónica de los malos tratos, palizas, vejaciones, tormentos y simulacros de fusilamiento a que fueron sometidos los españoles; también se cuenta el ambiente de abatimiento que crecía con los falsos rumores que llegaban desde la península donde se contaba que «el puñal y la tea resplandecen por todas partes»; que los carlistas se habían apoderado del Palacio de Oriente y que los republicanos habían reaccionado expulsando a D. Carlos de Madrid y asaltando los conventos.

El misionero disculpó de aquellos acontecimientos al pueblo llano filipino, de carácter pacífico y sumiso, que -según él- se había limitado a ponerse del lado de los más poderosos, que en aquel momento no eran otros que los independentistas, sin embargo criticó con dureza a las autoridades españolas y especialmente al Gobernador Enrique Polo de Lara acusándolo de cobardía y corrupción y de poner obstáculos para la evacuación de los frailes. El político -escribe el fraile-, elevó el precio del pasaje en el único barco disponible para la huida hasta los setenta y dos pesos por persona, cuando en condiciones normales su precio era de tan solo dos, dejando en tierra a varias familias e incluso, cuando las cosas se torcieron aún más, había pretendido huir dejando a la tripulación a su suerte.

Cuando el libro del padre Graciano llegó a las manos de Polo de Lara, éste respondió a las acusaciones publicando su versión de los hechos: «En justa defensa. (Refutación documentada de las falsas aseveraciones de un fraile agustino). Por el último gobernador civil español de ambos Ilocos». En el texto manifiesta que trata de defenderse de un libelo escrito con premediación y alevosía «realizado entre sombras y encrucijadas» para causarle el mayor daño personal.

Lógicamente, el polémico fraile lavianés no dejó ahí la cosa y su contrarreplica fue aún más dura, calificando la publicación del gobernador de ser un «folletejo, una almáciga verdadera de mezquindades y pequeñeces», y para que no tengan ustedes que buscar en el diccionario (como he tenido que hacer yo), les aclaro que una almáciga es algo parecido a un semillero.

Ya en España, en 1902, el prestigio de Graciano Martínez fue creciendo y la evolución de su pensamiento le acercó a la defensa de la cuestión social, según la visión católica de la encíclica Rerum Novarum, promulgada por León XIII. Fue redactor de la revista quincenal de los padres agustinos «España y América» que se sumaba al proyecto de algunos intelectuales para regenerar el país tras el desastre, pero siempre desde una óptica cristiana.

En octubre de 1905, cuando la revista cumplió dos años y medio, pasó a dirigirla, pero a la vez se le envió a la Universidad de Wurzburgo para estudiar el idioma alemán y luego a Buenos Aires y La Habana, como profesor de colegios de la Orden Agustina; también volvió temporalmente a Asturias para dar clases en el colegio Santa Isabel de Tapia de Casariego, aunque su regreso definitivo no se produjo hasta 1914, cuando ya tenía cuarenta y cinco años y, aún así, tampoco dejó de moverse por toda la geografía nacional.

Les dije más arriba que había sido un autor fecundo. Es imposible citar aquí sus decenas de libros ni los cientos de trabajos que nos dejó; ni siquiera la variedad de temas que trató; pero sí quiero centrarme en uno: «El libro de la mujer española». Un trabajo extrañamente moderno para lo que podemos esperar de un fraile decimonónico y que el franquismo volvió a recuperar en 1942, adaptándolo a su ideología, para lo que tuvo que mutilar los apartados que trataban sobre los derechos políticos de la mujer y añadir numerosas coletillas e incluso un apéndice escrito por una de las inspiradoras de la Sección Femenina.

El padre Graciano compiló en trece capítulos la historia del feminismo y el movimiento sufragista, defendiendo el derecho al voto de la mujer, algo que -les recuerdo- no llegó a España hasta las Cortes de la II República y eso después de un duro debate entre las propias interesadas. En aquel 1932, la diputada Victoria Kent opinaba que una mayoría de nuestras féminas iban a limitarse a votar lo que les indicase la Iglesia católica y que por ello era necesario un tiempo de formación para que estas aprendiesen a discernir lo político de lo religioso, antes de entregar al nuevo régimen en manos de sus enemigos.

Anticipándose a ese tiempo, el agustino mantuvo las mismas dudas ante la independencia de pensamiento de las mujeres, aunque su temor venía de que estuviesen mediatizadas por sus maridos y en este caso aumentasen el poder de las izquierdas. De cualquier forma, dejó escrito que «las mujeres votarán en España, como votan en otras naciones?Temprano o tarde, votarán» y en consecuencia llegaba a la misma conclusión que Victoria Kent, aunque arrimaba el ascua a su sardina proponiendo que la formación debía encargarse a las militantes de la Acción Católica de la Mujer.

En 1923 Graciano Martínez publicó su último libro «Hacia la solución pacífica de la cuestión social», donde defendía en la misma línea de Maximiliano Arboleya que el cristianismo debía estar del lado de los obreros y abanderar sus demandas reemplazando a las ideas socialistas, ya que de otra forma iba a ser era inevitable el estallido de la violencia entre las clases sociales.

El fraile lavianés no llegó a ver como sus temores se hicieron realidad. Su corazón se paró cuando tenía 55 años el viernes dos de enero de 1925 y fue enterrado en el panteón que la orden de San Agustín posee en el cementerio de La Almudena. Poco después, el Ayuntamiento de Laviana acordó por unanimidad colocar una lápida en su honor y dar su nombre a una calle de la villa. Con el cambio republicano, Rosario Acuña le sustituyó en el callejero. Luego volvió para quedarse.