En la casa familiar de mi amigo Silvino, que ya hace mucho fue reemplazada por un moderno edificio, el balcón de la fachada se abría frente a la entrada de la plaza cubierta de Mieres, cuando la mañana de cualquier día de diario tenía más actividad de la que ahora se vive en los mercados de los domingos. Allí pasábamos muchas tardes jugando o viendo correr la vida, mientras la televisión más cercana era la que el pacífico Goyo encendía para sus clientes a las horas de comedor en "La Madrileña", un bar entrañable que abría sus puertas en los bajos del portal inmediato.

En la sala había un mueble con una pequeña pero maravillosa biblioteca donde reinaban los libros encuadernados en piel del siglo XIX, y entre ellos una gran Astronomía de Camille Flammarion, donde se recogían desde los avances tecnológicos de su época hasta un capítulo dedicado a los llamativos fenómenos celestes que habían sorprendido a todas las civilizaciones a lo largo de la historia. Ya sé que ahora parece imposible, pero los niños de la calle también nos divertíamos mirando aquellas ilustraciones e incluso -no les exagero- leyendo.

Entre otras maravillas, el sabio francés hablaba de lluvias de peces y ranas, explicando que seguramente se debían a un extraño fenómeno atmosférico que absorbía a aquellos animales hacia las nubes en alguna parte para dejarlos caer después a mucha distancia y lo mismo sucedía cuando del cielo llovían cruces, que en épocas de superstición no eran otra cosa que pequeñas ramas secas arrancadas desde el suelo de algún pinar, o tierra roja que lo dejaba todo como bañado en sangre. Estos prodigios son tan antiguos que ya los citan los autores de la antigüedad clásica, pero el caso es que las lluvias inexplicables se siguen repitiendo actualmente en diferentes partes del mundo.

En una fecha tan cercana como junio de 2012, la ciudad india de Kanpur recibió una que después de 15 minutos lo impregnó todo con un líquido que, al decir de los testigos, era como una mezcla de sangre con agua y desprendía un olor desagradable. Y en otra zona tan alejada de allí como Dinamarca y el sur de Suecia, también se registran periódicamente estas precipitaciones que a veces tienen un color rojo muy intenso.

En el caso de la India, los investigadores piensan que el origen estuvo en un meteoro que se partió en pequeñísimos fragmentos al chocar con la atmósfera, mientras en los Países Escandinavos, el Instituto de Meteorología e Hidrología de Suecia las atribuyeron a partículas arrastradas desde el Sahara, pero ustedes conocen perfectamente que el color de la arena no es el rojo, así que la explicación científica definitiva sigue pendiente.

Otro de estos misterios que de vez en cuando nos sorprende, también está relacionado con el mismo color, aunque no se trata de precipitaciones sino del propio cielo que en ocasiones llega a adquirir una tonalidad tan llamativa que es capaz de alterar a los ciudadanos hasta el punto de que se detienen todas las actividades para centrar la atención por unos minutos en la contemplación de este regalo de la madre Tierra.

Y no se crean que estoy hablando de esa agradable matiz rosado que tienen algunos atardeceres, sino de una visión que fue descrita como "apocalíptica" y "perfecta para rodar una película de ciencia ficción" en una día tan cercano como el miércoles 25 de febrero de 1998 -miércoles de ceniza- y en una ciudad tan populosa como Monterrey, aunque pudo apreciarse en todo el noreste de México.

Al parecer, los astrónomos estaban esperando un eclipse de Sol para el día siguiente, pero sin que tuviese ninguna relación, unas horas antes, sobre el mediodía, el hermoso cielo azul que siempre acompaña a esta zona se fue tornando en un rojo intenso desde el norponiente para acabar cubriendo toda la metrópoli.

Buscando en la red, he encontrado varias explicaciones a este caso: según el periódico El Norte lo ocurrido fue un raro fenómeno natural conocido como "inestabilidad del aire" que puede producirse por la llegada de un frente frío; sin embargo el prestigioso meteorólogo Miguel Ángel Vidal lo identificó como un oscurecimiento producido por concentraciones de humo y polvo, mientras que para el jefe de la Unidad de Hidrometeorología de la Comisión Nacional del Agua mexicana, no fue otra cosa que el producto de las cenizas de un incendio forestal que se acumularon y fueron arrastradas por vientos del sureste.

Desde otra institución, el responsable del Sistema Integral de Monitoreo Ambiental llamó al fenómeno "refracción", lo cual ocurre cuando, según dijo, "el sol se refleja en la humedad del ambiente" y por último, otro investigador mexicano, Jaime de la Garza, lo resumió en el encuentro de un frente frío con el calor seco y los incendios de la sierra, aclarando que el fenómeno no fue originado por el humo, sino más bien por el choque de temperaturas.

Saquen ustedes su propia conclusión y cuando la tengan intenten aplicarla al Mieres de 1929, porque aquí ocurrió lo mismo el 31 de enero de aquel año, llamando la atención de la prensa nacional que se hizo eco del caso en una pequeña pero significativa reseña, que apareció sin firmar en El Heraldo de Madrid.

Vean como lo explicaba la crónica titulada "Interesante fenómeno sobre Mieres": "Al levantarse esta mañana, el vecindario pudo apreciar el reflejo de una luz roja muy intensa que se extendía por todo el firmamento. Parecía que en los montes próximos se había declarado un fuego muy vivo que abarcaba una gran extensión. Varios guardias se trasladaron a las afueras alejándose unos 500 metros para divisar bien el punto de donde partía la luz, y vieron por la parte del naciente que la luz roja se extendía por todo el valle de Mieres. El efecto era realmente encantador. Una mujer que habita en la parte norte del barrio de Sueros, al levantarse vio que el caudal del río presentaba color rojo. El espectáculo duró desde las cinco a las siete y media de la mañana".

Uno recuerda todavía las grandes nubes de color óxido que coronaban las instalaciones de la Fábrica antes de su desmantelamiento y ha visto en esta tierra algunos amaneceres dignos de figurar en las láminas de un calendario, pero deténganse con atención en el día que se cita en el diario: a finales de enero y a esa hora la noche es aquí tan intensa que mirando al cielo resulta difícil contemplar otra cosa que el brillo de la luna, por lo que debemos desechar tanto las hipótesis de que el origen del fenómeno tuviese que ver de alguna manera con la actividad de un horno o con la salida del Sol.

También leemos que se intentó buscar el foco del que partía el rojo intenso que irradiaba sobre todo el valle en un punto concreto, que por la descripción tenemos que situar detrás de las alturas de Polio; otra curiosidad, porque si realmente daba la sensación de que partía de allí, el color tendría que haberse notado más en la ladera opuesta a Mieres y sin embargo parece que los vecinos de esa parte no se percataron del mismo fenómeno.

A pesar de todo, hay que reconocer que la escena de los guardias -no sabemos si municipales o civiles- subiendo monte arriba para encontrarse con la luz desconocida, tiene que hacer saltar todas las alarmas de los aficionados al mundo de los ovnis, entre los que no me encuentro.

La otra imagen que nos queda de aquel día es la impresionante imagen de las aguas del río Caudal bajando rojo, otra circunstancia que entonces debía ser a la fuerza más llamativa de lo que ahora podemos suponer, ya que entonces el lavado del carbón volvía a la corriente completamente negra, haciendo mucho más difícil que su superficie pudiese reflejar cualquier otro color y mucho menos dar esa sensación desde un punto tan cercano al cauce como Sueros.

En fin, si en el caso de México los expertos no pudieron ponerse de acuerdo a pesar de tenerlo tan reciente y contar con las tecnologías más modernas, mucho menos podemos hacerlo nosotros, que sabemos muy poco de meteorología y menos aún de astronomía, con el fenómeno de Mieres, del que ya han pasado 85 años, sin testigos que puedan recordarlo y con la pequeña información que recogió entonces aquel diario madrileño.

Aunque casi lo prefiero así, qué quieren que les diga, porque no está mal que la naturaleza nos recuerde de vez en cuando que no somos tan listos y aún nos queda mucho por descubrir en este pequeño y querido mundo que tanto maltratamos.