Tribuna

Antonio López, el sol de Mieres del Camino

El célebre pintor manchego pintó un misterioso cuadro con vistas a la iglesia de San Juan en el año 1963

Montaje con el cuadro de Antonio López y una foto del propio pintor.

Montaje con el cuadro de Antonio López y una foto del propio pintor. / Adrián Vega

Adrián Vega

Adrián Vega

Decía Leonardo Da Vinci que una obra de arte nunca se termina, sólo se abandona y, en consonancia, con esa afirmación matizaba nuestro protagonista de esta ocasión que simplemente esta llega al límite de las propias posibilidades.

Y es que la historia que estoy a punto de contarles comenzó cuando el destino puso en mis manos un viejo libro cuya carátula rezaba escuetamente «Antonio López», tal y como si estuviera señalando al pintor manchego como el único responsable de este perfeccionismo que estaban contemplando mis ojos, los mismos que, por cierto, tendría que acabar de frotarme para poder creerme el hallazgo que aún me deparaba aquél curioso volumen: un cuadro titulado «Mieres» y firmado por el mismísimo maestro del hiperrealismo.

Lo primero que me llamó la atención del lienzo en cuestión es que en primer plano se puede ver a una mujer y un niño flotando en el paisaje a modo de exvotos populares, los cuales son representaciones a modo de ofrecimiento a un dios, una virgen o un santo, como resultado de una promesa y de un favor recibido. Como se puede observar, el niño está vestido con ropa azulada de bebé y a su lado está una mujer vestida con blusa blanca y una falda negra entubada, quien parece caminar sobre el paisaje, mientras ambos se miran fijamente.

Pero, ¿quiénes podrían ser estos personajes y qué relación podrían tener con Mieres? Pues bien, según he podido indagar, existe en nuestra ciudad la hipótesis de que en Mieres vivía una cuñada de Antonio López, quien era una hermana de su mujer, la también artista María Moreno, y que les ofrecería su casa para que pasaran aquí su luna de miel en el año 1961, viniendo en el tren de Madrid tan sólo un día después de haberse casado, si bien dicha familia era natural de Madrid y habían pasado buena parte de la infancia en Valencia.

Una teoría, la de la conexión con Mieres del Camino, que parece refrendar el propio cuadro, pues encima de la cabeza del niño se puede leer «Pepito Moreno», el cual es lógicamente el nombre del niño y el apellido de la esposa de Antonio López. A su lado, todo parece indicar que está su madre, quien es a su vez hermana de María Moreno y cuñada del pintor manchego. Es curioso, de tratarse de su hermana, que el artista quisiera que primara el apellido materno sobre el paterno y dicho sea de paso, dicho texto acentúa aún más si cabe el carácter de exvoto.

Seguidamente, el trazo de las letras se hace bastante ininteligible, aunque con ayuda de la actual tecnología parece que pone lacónicamente «DES.» Normalmente, este tipo de arte votivo se expresa en términos como «para memoria», «en acción de gracias ofrecí ponerle este recuerdo», por lo que es bastante probable que dicho cuadro se pintase o bien como un recuerdo póstumo hacia una de esas personas o como un ofrecimiento.

Pese a esa teoría, lo cierto es que recientemente el propio pintor se ha referido a su viaje de novios obviando la localidad asturiana y mencionando que hicieron dicho viaje a Guardamar del Segura en Alicante. Allí, los recién casados tomaron cada uno su lienzo, siendo la primera vez que pintaban juntos a pesar de que se conocieron en San Fernando, por lo que Mieres no sería la única parada en aquel viaje de novios.

Según parece, aquella no sería la única visita que realizaría a la villa de Teodoro Cuesta, pues también se teoriza que en una de sus visitas les coincidiría con la huelga minera de 1962 y que como es sabido, supuso el mayor desafío a la dictadura franquista desde el final de la Guerra Civil. Aún así, debemos de matizar que aquel Antonio López que veraneó en Mieres y que pintó aquel cuadro aún no era el pintor español vivo más cotizado del mercado, ya que según el libro «Diez horas con Antonio López» se encontraba, en el momento de su viaje a Asturias, en una situación un poco precaria, viviendo en Madrid con sus suegros y recibiendo pocos ingresos, si bien le quedaría poco en esa situación, pues un año más tarde le llegaría su gran éxito: una exposición en la galería neoyorquina Staempflie le reportaría numerosos elogios de la crítica y también generosos ingresos, pues vendería toda su obra expuesta.

Fuera como fuese, seguramente estemos ante el único cuadro que comenzó y acabó en Asturias. Una única ocasión en la que retrataría el verde de nuestras montañas y en el que si detenemos la vista fijamente, podemos atisbar al menos una suerte de bocamina e incluso un humo que vuela en el paisaje, tal y como si estuviera manchando el cielo, seguramente referenciando alguna actividad fabril. Aunque el elemento que más destaca en la composición, con permiso de los personajes, es la de la iglesia de San Juan.

«Lo que he pintado ha ido al hilo de mi vida», dijo en su momento Antonio López, quien aseguró que siempre pintó aquello que le ha conmovido y no es de extrañar que sus ojos reparasen en dicho templo, pues es cierto que la iglesia actual, la cual consta de 1931, tiene unas imponentes dimensiones y es de una factura neobarroca bellísima con influencias de Juan de Herrera, uno de los máximos exponentes de la arquitectura renacentista hispana.

Pictóricamente, debemos de indicar que no estábamos ante el Antonio López hiperrealista que proclama la realidad y el mimetismo absoluto, sino ante un pintor entre lo maravilloso y lo fantástico, más enclavado en el realismo mágico e incluso en el surrealismo, mostrando lo irreal dentro de escenas cotidianas. Una composición muy similar a la mostrada fue realizada tres años antes por él en «El campo del moro» donde retrata un paisaje más desnudo en el que añade dos figuras que andan y conversan, también flotando en la zona superior, con una técnica y estilo bastante similar a su cuadro mierense, como si hubieran sido sacados de una misma colección.

El mismo año que realizó «Mieres» pintó otro cuadro titulado «La alacena» en el que muestra un armario en el que se encierra una vajilla y en el que aparece un busto femenino suspendido en el ángulo superior izquierdo, siendo en realidad la figura de la mujer del propio artista la que se representa.

Y como ella estaba viva por aquel entonces y no se tiene constancia de que fuera ninguna ofrenda, aquí es donde se abre una tercera posibilidad para nuestros exvotos, más allá de que haya servido como recordatorio póstumo u ofrecimiento, pues hay críticos que clasifican dicho cuadro entre lo fantástico y lo afectivo. Se puede interpretar como una presencia tutelar representada en exvoto, como un microcosmos doméstico que protege del caos, una idea que, ya había trazado años antes, con su cuadro titulado «En la cocina» y que también pudo aplicar para el cuadro en el que pintó la iglesia de San Juan. Otros cuadros donde el espacio privado y los momentos íntimos se yuxtaponen con el espacio público abierto, lo tenemos en «Niña muerta» del año 1957, situando una niña en un ataúd abierto en un entorno urbano exterior, insinuando un mundo sobrenatural más allá de la vida y la muerte, sólo por citar un ejemplo.

Pero más llamativa resulta aún la similitud del niño y la mujer del lienzo que hoy investigamos con otras dos de sus obras. Ya en 1959, había realizado «La aparición del hermanito», una escultura en la que igual que sucede en el cuadro que hoy estamos comentando, se representa a un niño y a una mujer, estando esta arrodillada en actitud de plegaria ante el chiquillo que levita, siendo quizás otra referencia a la muerte y a lo oculto.

De forma muy parecida, realizaría el mismo año que hizo la citada obra, una madera policromada titulada «La aparición» y que está en posesión del MoMa de Nueva York. En ella, muestra nuevamente a un niño pequeño flotando misteriosamente en el espacio, siendo observado por una mujer desde el borde del corredor. El niño parece caminar hacia una puerta abierta donde una pareja yace durmiendo en una cama. López dividió esta composición en tres planos espaciales que adquieren la significación de estados metafísicos cuando se ponen en paralelo con los tres planos de realidad en la obra: el real, el sobrenatural y el mundo de los sueños, representando esta última, una cuarta posibilidad para nuestro cuadro.

Finalmente, debo de indicar que sobre «Mieres» poco más se sabe, pero es, a buen seguro, un motivo de orgullo para nosotros, pues mucho antes de que nuestro artista más cotizado y protagonista de la maravillosa «El sol del membrillo» pintase en puntos emblemáticos de Madrid, como Gran Vía o la Puerta del Sol, ya lo hacía en nuestra localidad. Por cierto, el lienzo fue visto por última vez formando parte de la Exposición Antológica de Antonio López que el museo Reina Sofía le dedicó en 1993 y que se encuentra actualmente en manos privadas, ignorándose su paradero. Aunque gracias a la colaboración que me está brindando mi amigo Francisco Carballude, más conocido por todos como Paco Carro, reconocido estilista mierense y gran coleccionista de arte, puede que pronto tengamos noticias sobre el paradero del mismo y de paso, despejemos muchas incógnitas que aquí hemos comentado. Tiempo al tiempo.

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