Aunque Peter Handke (1942) sea mucho más apreciado por sus novelas que por su poesía, la escritura en verso recorre de principio a fin su larga trayectoria creativa. El austriaco no es el tipo de narrador que arranca con un libro de poemas y luego lo deja (Faulkner) ni, como decía Tess Gallagher de Carver, la poesía es para él «un cauce espiritual del que se desvía para escribir sus relatos». Tampoco se trata de un verdadero poeta que se disfraza de narrador o dramaturgo (Beckett). El de Handke es más bien el caso de un escritor que vuelve a la poesía cuando siente que lo que quiere expresar sólo puede ser dicho en verso, aunque ese verso sea marcadamente libre y narrativo. Así ocurre en el extraordinario Poema a la duración (1986), que no es sólo su mejor trabajo poético, sino una de las cimas de toda su carrera literaria, y donde, al comienzo, el propio autor justifica su elección: «Hace tiempo que quiero escribir sobre la duración, / pero no un ensayo, ni una escena, ni una historia: / la duración insta a escribir un poema». ¿Y por qué? Porque el poema es el lugar idóneo para preservar «un sentimiento, / el más fugaz de los sentimientos, / (que) a menudo pasa más veloz que un instante, / imprevisible, ingobernable, / inasible, inmensurable». O también porque le permite celebrar «el triunfo de la palabra adecuada en el momento justo». El poema, pues, como espacio privilegiado para la rememoración y la exactitud; no para la revelación, sino para el «flechazo», para la comunión con uno mismo y la aceptación de los propios defectos, traducido todo por fin, en un instante de felicidad, a palabras: «Para estos momentos de duración, / el poema se permite emplear una expresión especial: / te siembran de estrellas».

No son éstos, en cambio, los mimbres con los que Handke teje su primer libro de poemas, El mundo interior del mundo exterior del mundo interior (1969), publicado cuando sólo era conocido por un par de novelas y polémicas piezas para la escena como Insultos al público. La lectura de este extensísimo poemario (más de 250 páginas de la edición bilingüe de su poesía completa) invita a preguntar si el austriaco había leído al Cortázar de Historias de cronopios y de famas (1962), porque sus divertidos y, en ocasiones, muy oscuros desmontajes de la significación convencional (el lenguaje que usamos todos los días para comunicarnos, ignorando casi siempre su fondo de latente absurdo) están muy cerca de la propuesta del argentino, excepción hecha del desternillante sentido del humor y del amor por la vida que desprende su «Manual de instrucciones». Con todo, si se pasa por alto el gesto vanguardista de incluir como poemas la alineación de un equipo de fútbol alemán, la ficha técnica de la película Bonnie and Clyde o una lista de canciones de éxito en Japón, si en vez de eso se toma como punto de partida de la escritura handkiana la declaración «con la palabra YO comenzaron las dificultades», o el largo poema final, «El sobreviviente de luto en la colina» (un emblema de la soledad en verso proyectivo), podrá superarse con más facilidad la tentación de considerar esta colección de artefactos un simple pecado de juventud.

Por muy germana que sea la desconfianza hacia el lenguaje que Handke exhibe en «El mundo interior del mundo exterior del mundo interior», por más que esa desconfianza constituya uno de los pilares de su estilo (además de su principal motor de indagación en el yo, en la ficción autorial del yo, por ejemplo, en La tarde de un escritor), es preciso conceder que su manifestación más satisfactoria no se encuentra en este libro, sino en su obra en prosa y, si nos ceñimos al campo del verso, en El fin del deambular (1977) y en los tres largos poemas incluidos en la edición alemana de Cuando desear todavía era útil (1974), no así en la española de 1978. Estos tres textos han quedado agrupados ahora en la sección «Vivir sin poesía», que es, al tiempo, el título elegido por el autor para reunir toda su producción poética, editada en Alemania en 2007.

Según relata Sandra Santana en el prólogo a su traducción de esta poesía completa, Handke era muy reticente a ver sus poemas publicados de nuevo: afirmaba «no ser un poeta». Luego, es un hecho, cambió de opinión y, lejos de desinteresarse por el proyecto, modificó la estructura de «El fin del deambular» deslizando entre sus composiciones una serie de breves apuntes escritos entre 1977 y 2005, algunos de ellos muy próximos al ardor estático y contemplativo del haiku japonés. Sin embargo, no estaría de más preguntarse por qué alguien que no se da a sí mismo el nombre de poeta presenta los pocos poemas que ha escrito (pocos, pero muy largos y, en su mayoría, de gran interés) bajo un título tan significativo. ¿Porque no es un poeta y, por lo tanto, vive sin poesía? ¿O porque vivir sin poesía es para él algo inconcebible, una divisa de la soledad, el dolor y el hastío de vivir, para los que no hay mejor remedio que escribir poesía? Quizá la respuesta esté en el poema que cierra el volumen, titulado, claro, «Vivir sin poesía»: «Vivía dentro del día y a la salida del día, / no tenía ojos para nada. / (?) Tenía la necesidad de amar a alguien, / pero cuando imaginaba los detalles / me desanimaba». Si se compara la amargura que destila esta pieza con el tono no exultante pero sí más favorable a la vida de «Poema a la duración», se comprenderá que, mientras en la primera Handke escribe poesía porque percibe su ausencia (ausencia de poesía, ausencia de vida), en la segunda ya ha dado con algo que le permite cerrar esa herida: «Me faltaba / el impulso de la duración. / Quien nunca experimentó la duración / no ha vivido. / (?) La duración no está en la piedra imperecedera / de la antigüedad, / sino en lo temporal, / en lo maleable». En Handke, pues, la escritura poética está asociada al pulso vital y a la sanación, al perdón, a un proceso al final del cual, incluso, «el bien (?) se alzará vencedor». Y la duración («calma», «lugar de descanso», «redención») es su enseña, el distintivo de una vida a la que, durante un instante, le es concedido el don de verse perpetuada.