Alberto Ámez (Gijón, 1963) sonríe cuando se le dice que, ya pasados los cincuenta, se está convirtiendo en uno de los artistas emergentes de Asturias. "Emergente, o mejor, sumergido", matiza en broma. Su obra afloró cuando en 2018 logró el premio del Certamen Nacional de Arte de Luarca. Entonces empezó a conocerse un trabajo que está fuera de todas las modas del arte actual y es "retrovanguardista", una reinterpretación personalísima del paisajismo más clásico. Licenciado en Bellas Artes por la Universidad Complutense, trabaja como profesor. Lleva diez años en el Instituto Calderón de la Barca de Gijón. Es un empleo que le permite pintar, una actividad que retomó con intensidad hace unos cuatro años. Ahora, hasta el próximo día 9 de febrero, expone en la galería Arancha Osoro de Oviedo una serie de óleos bajo el título conjunto de "Bello mundo".

Alberto Ámez Muel de Dios

Encuentro con lo invisible

Con un punto de tímida ironía, Alberto Ámez explica que lo de ir a estudiar Bellas Artes a Madrid fue un proyecto de sus padres y que él "pacíficamente", aceptó. Vivió el nacimiento de los años ochenta en la capital, acabó la carrera viviendo en una buhardilla de Chamberí y supo que aquella ciudad no era para él. Le incomodaba. Volvió a Asturias. Traía en la retina todo el "arte grande" de un Museo del Prado que aún no se había convertido en parque de atracciones culturales masivas, donde "en tardes oscuras de invierno, hasta tenebrosas, casi estabas tú solo y el bedel".

Allí tapizó su mirada con capas de pintura de comenzaban en el Trecento. Luego echó muchas más hasta el Postimpresionismo. Ahora, quien eche un primer vistazo a los cuadros de Ámez diría que son hijos de Patinir, de Valle, de Pola, entre otros muchos maestros del paisaje que ahí se han ido acumulando. Pero luego Ámez añadió su propia capa, que es modernísima y misteriosa, un untuoso embeleso. Dice Ámez que la pintura es "espíritu posado sobre la materia" y su ejercicio es una especie de transacción con lo sagrado donde el habla pierde sentido. La pintura, según este artista tímido, paradójicamente tiene mucho que ver con lo que no se ve. Espíritu, lo invisible. En eso consiste la capa personal que ha dado a unos cuadros en los que tantos estratos de tradición pictórica se superponen. ¿Cómo lo hizo? "Cuando volví a la pintura de caballete, hace cuatro o cinco años, pensaba que yo tenía que hacer una obra contemporánea. Pero me dije: mira, paso del arte contemporáneo. Y entonces, cuando dejé de luchar, lo encontré". Y ahora, dentro del lienzo, puede correr libremente en mil direcciones.