Cuando hace pocas semanas el Sporting, supuestamente alcanzado, se decía, ya su gran objetivo en la temporada, se disponía a navegar plácidamente por el Mar de la Tranquilidad, alguien debió advertir que ese mar está en la Luna y que en las aguas del de la Liga no caben confianzas hasta que se tiene bien amarrado el barco en un noray del puerto. Ahora, a falta de seis jornadas para el final del campeonato, resulta que las aguas tranquilas se han convertido en procelosas y ha tenido que venir el equipo de una ciudad que se enorgullece de su mote pescador -chicharreros llaman en Canarias a los tinerfeños- para indicarles a los gijoneses que se pueden ir proa al marisco, que es como en las Islas Afortunadas se denomina figuradamente al naufragio.

Y realmente del Sporting de ayer puede temerse cualquier desgracia. El declive que ya se insinuó ante el Xerez y se pudo «teleapreciar» en Villarreal se manifestó de forma pavorosa anoche ante el Tenerife. El Sporting es un equipo fundido. Que eso ocurra a estas alturas de la temporada no puede ser considerado una novedad. Es un hecho que se repite temporada tras temporada en la era Preciado, ya sea por un problema de programación de la preparación física o por otros motivos. El Sporting de anoche fue un equipo lentísimo, fue incapaz de sostener el ritmo de su rival tanto a nivel individual como colectivo. Y a partir de ahí un equipo sin juego colectivo ni individualidades que pudieran compensar ese déficit básico.

Y fue algo peor todavía: un equipo sin carácter. Salvo el que manifiestan Rivera y, a su modo, Gregory, aunque a medida que avanzaba el partido parecía echar cada vez más en falta a Botía, no hubo a que agarrarse, aparte, como siempre, del margen de seguridad que aporta Juan Pablo. Al principio pudo parecer una cuestión de estrategia que el equipo rojiblanco cediera terreno ante un rival que se apoyaba mucho y combinaba con facilidad en torno a Román y a Mikel Alonso. Luego se vio que era una mezcla de miedo e impotencia. El Tenerife llevaba la iniciativa y el Sporting era incapaz de responder, agazapado no se sabe a la espera de qué señal. Ni siquiera lo despertaron las dos clamorosas ocasiones tinerfeñas, ambas a cargo de Nino, otras veces pérfido en El Molinón y ayer clemente, sin duda a su pesar, pues falló un mano a mano ante Juan Pablo y luego, aprovechando un error de Gregory -una cesión fallida al portero, que evocó el fallo de Rivera ante el Xerez-, estampó su tiro en el poste.

Malgastado el primer tiempo, el Sporting fue incapaz de rehabilitarse en el segundo, a pesar de que lo empezó con un tiro de De las Cuevas, que permitiría a Aragoneses hacer su única parada de la noche. Pero el partido prosiguió por el mismo cauce, con un equipo que sabía lo que quería y se aplicaba colectivamente a ello, con orden y trabajo, y otro que asumía en el desconcierto su fracaso. Juan Pablo hizo un nuevo milagro, esta vez desviando un cabezazo de Alfaro, pero ya no alcanzó a más. Y cuando Román, cansado de echarse el equipo a su espalda decidió resolver por sí mismo y se le plantó delante, ya no tuvo respuesta posible.

Ese gol fue el principio del fin. El Sporting terminó de desmoronarse. La defensa se cuarteó, incluso en zonas tan habitualmente seguras como las que guarda Canella, que padeció mucho ante Juanlu y falló incluso en el toque. En el medio del terreno la soledad de Rivera se hizo más patente que nunca. Y delante no hubo soluciones, ni siquiera las que pudiera aportar más o menos milagrosamente Kike Mateo. Inoperantes, una vez más, los goleadores oficiales, tampoco esta vez su sustituto real, Diego Castro, fue capaz de culminar una jugada; casi ni de iniciarla. Y eso a pesar de que cada vez que a la defensa del Tenerife se le insinuó un amago de presión reaccionó con un manifiesto descontrol.

Constatarlo fue, para el Sporting, uno de sus peores síntomas. El Tenerife es el equipo más goleado de la Liga y hasta anoche no había ganado un solo partido fuera de casa y había empatado sólo tres. Era, supuestamente, el rival más propicio que pudiera necesitar el Sporting. Que fracasara clamorosamente ante él enciende todas las señales de alarma. A despecho del pescado que tenga en la bodega, el barco sportinguista parece ahora a merced del menor golpe de mar. Necesita que alguien gobierne la situación. Lo mejor es que tiene tiempo y, todavía, margen por delante. Lo peor, que las últimas jornadas alimentan la sospecha de que quien está llamado a hacerlo no parece capaz de hacerse con el timón.