Evocar los años cuarenta es hoy un ejercicio de nostalgia, ternura y cierta irritación al comprobar cómo se recrean personajes y situaciones que no necesitan de la invención para mostrarnos la realidad de una época excepcional e irrepetible, por fortuna. La impresión que perdura en mi memoria es que la gran mayoría de los españoles nos encontrábamos algo asustados e incluso avergonzados del festival de sangre que España había ofrecido al mundo con su Guerra Civil. Éramos como los actores de una comedia de escasa calidad que se encontraban, al día siguiente, con el público decepcionado la víspera. Esa impresión me asalta ahora, aunque es posible que de ello no fuera consciente en aquellos tiempos.

La sociedad estaba dividida entre vencedores y vencidos, pero había un denominador común que permitía la convivencia y buscaba la perspectiva. Es incierto decir que no existiera un clima de enfrentamiento agudo, pero dudo que hubiera muchos españoles que maliciaran lo que comenzó como una asonada o un cuartelazo habitual derivase en la división forzosa del territorio, un sobrevenido deseo de matar al prójimo y de subvertir el equilibrio social, por precario que fuera.

Aquel año yo cumplía los 17 de vida, bastantes para tener cierto discernimiento, pero no el necesario para interpretar la locura homicida a la que nos entregamos. Rara era la familia que no contaba muertos en cualquiera de los dos bandos e incluso en los dos. Y también el alumbramiento de una nueva clase social o, por lo menos, la liquidación del antiguo sistema de relación ciudadana. Personalmente, mi caso no era el frecuente. Nacido en el seno de una familia bastante normal, tuve un carácter muy independiente, estudiaba lo justo para aprobar y procuraba disimular mis tropelías adolescentes, sumergidas en el ajetreo de una familia numerosa de seis hermanos, un padre muy trabajador y una madre sumergida en la tarea de administrar poco para muchos, algo muy frecuente. Por causas que ahora no hace al caso, en la fecha de la rebelión me encontraba en Berlín, como precoz exiliado y si lo menciono es para justificar mi situación personal. Aquellos tres años, habiendo tomado un conflicto armado como patrimonio, me sentí siempre como un voluntario que no tenía que dar cuenta de sus actos, y al reunirme con la familia, en Madrid, quedó de manifiesto mi falta de acomodación a la rutina hogareña. Manteniendo todos los vínculos de cariño y respeto, me alojaba en un hotelito de segunda clase, hacía las comidas casi siempre con la familia, pero disponía por completo de mi tiempo.

El mundo que me gustaba era el literario y periodístico, y constituía un ejemplar exótico pues haber vivido fuera de España, solo y pasado la guerra, alternando la estancia en el frente de Madrid con períodos de retaguardia en San Sebastián y Sevilla, sobreviviendo por mis propios medios, me permitían exhibir un carácter independiente y, por qué no reconocerlo, jactancioso y sin base.

Los presuntos literatos nos reuníamos, especialmente, en el Café Gijón. Subsistieron otros donde se reanudaron antiguas tertulias, pero allí fuimos a parar los jóvenes que entonces andábamos por la veintena. La cabeza visible y aceptada de lo que automotejó como «juventud creadora» fue un ovetense, gran poeta y excelente persona, como se dan pocas entre nosotros: José García Nieto, siempre pulcro, peinado con brillantina, de fino bigote, gestos pausados, inteligente y, como digo, con gran profundidad lírica y equilibrado talante. Tenía como especie de contrapeso a otro poeta, Jesús Juan Garcés, de buen peso específico literario, cuyo medio de vida era su calidad de oficial del servicio jurídico de la Armada. Un extremeño, Pedro de Lorenzo, más alambicado, con una veta cursi y otra de ambicioso, formaron el trío fundamental del areópago lírico.

García Nieto sentía por mí parecido sentimiento de afecto que yo por él y en varias ocasiones me habló de otro joven escritor, enfermo desde hacía largo tiempo, que deseaba conocerme. Durante unos meses desempeñé el único puesto en la Administración que pude conseguir, tras intentarlo por todos los medios en cualquier parte, pues ya, con 21 años, había contraído matrimonio y tenía esposa y una hija que mantener, pesadumbre compartida con mis progenitores y mi suegra.

Éramos poco más de cuatro gatos en aquel Madrid y no costaba mucho destacar, a pocas extravagancias que se cometieran. Yo era conocido, entre otras cosas, por la incomprensible predilección que sentía por mí el poderoso director general de Prensa, Juan Aparicio, sentimiento que no provocaba ufanía, pues era pública su preferencia por seres monstruosos, tullidos o genios frustrados. García Nieto me insistía en la visita al colega llamado Camilo José Cela, autor de una novela que armó cierto ruido: «La familia de Pascual Duarte». Venciendo lo que ha sido siempre poco agradable para mí, accedí a conocer al postrado escritor, sin entusiasmo. Recuerdo muy vagamente haberle visto, tumbado en la casa paterna, sobre lo que llamábamos cama turca, un somier con patas, como una larga angula yacente, con una cabeza que parecía muy gorda.

Camilo sufría una enfermedad endémica, la tuberculosis, que le tuvo postrado en varios sanatorios y le dio ocasión para reflexionar sobre muchas cosas y la novela «Pabellón de reposo». Me regaló su libro que leí con el entusiasmo de toda nuestra generación. Incluso escribí un artículo laudatorio sobre él en el diario «Ya», olvidada circunstancia que el propio Cela me recuerda en sus memorias, cuando cita las primeras diez críticas que recibió su relato. La mía era la séptima.

Unas semanas después, cuando yo estaba en el despacho matinal despachando las pocas revistas existentes que pasaban por la censura, me vino a visitar el escritor, alto, muy delgado, creo que con un abrigo oscuro. Venía a pedirme que le recomendara a Juan Aparicio, al saber que yo disfrutaba de un imaginario ascendiente con el jerarca. Pero lo hice, se lo presenté, como a otra gran escritora caída en el olvido, Eugenia Serrano, y algún otro más. Me costaba el mínimo trabajo de solicitar una entrevista y Aparicio siempre demostró ser un buen catador de personas. De cinco que recuerde, solo rechazó a una, que la vida demostró no nacida para la vida intelectual.

Tras la convalecencia, Cela empezó a frecuentar el Gijón, donde fue generalmente aceptado y admirado. El propietario, al que frecuenté no hace mucho, vendió el negocio y se dedicó a criticar o comentar la vida de sus clientes y me dijo que Cela solía ir hasta la plaza de Cibeles en tranvía y allí tomaba un taxi «para llegar al Gijón como un potentado». Es posible.

He escrito en alguna otra ocasión sobre aquel café, al que todos se apuntan como asiduos, cuando apenas media docena lo fueron, pero sí constituía una etapa, un hito en la riada de genios provincianos que arribaban a las acogedoras playas de la capital de España con sus ilusiones bajo el brazo. Acudían, casi siempre silenciosos, los mejores pintores, siempre soñando más en escribir un buen soneto que en pintar un bodegón. Cela, conforme escalaba, por sus méritos, la escala social y profesional, espaciaba las visitas, pues ya le venía estrecha aquella peana. Yo mismo, enfrascado en «El Caso» y las demás publicaciones posteriores, descuidaba el café y las discusiones, sobre todo, cuando, años más tarde, se convirtió, transitoriamente, en un local donde todos jugábamos al ajedrez, entretenimiento en el que nunca fui sobresaliente.

Podría catalogarse al «Gijón» como asamblea o ateneo democrático y allí recalaban, indefectiblemente, los «rojos» llegados de la prisión o del exilio. Curiosamente se producía un movimiento de solidaridad y pronto encontraban para ellos lugares de trabajo, donde ganarse la vida. Yo los buscaba continuamente, para subvenir a las necesidades domésticas, pero siempre encontraba los puestos ocupados por antiguos brigadistas o subalternos de la propaganda republicana. Curioso.

Cela, por sus merecimientos, pronto destacó y aunque he leído en algún sitio que criticaba a «La Estafeta literaria», me extraña, pues era una de las publicaciones creadas por Aparicio -con «El Español»- donde Camilo José Cela publicaba artículos y novelas en forma de folletón. Nuestra vida, durante años, giraba en torno a la tertulia y llevábamos una existencia literaria, acudiendo como rebaño bien instruido a las conferencias, exposiciones pictóricas y escultóricas, presentación de libros y las frecuentes muestras de creación artística. Puede que algo influyera el hecho de que, ya acabándose los 40, empezaron a servirse croquetas y emparedados, lo que robustece e impulsa la cultura.

Aunque cueste creerlo, se hablaba muy poco de política, incluso de política exterior y de la guerra en la que estaba inmerso el mundo entero. Se ayudaba al prójimo, al semejante, al que ayer fue adversario. Los que creíamos formar parte del equipo ganador andábamos con frecuencia firmando avales, que unas veces surtían efecto y otras fallaban. Hoy, la tropa que quiere vivir del cerebro, procura guardar las formas, pero se masca una enemistad que, según mis recuerdos, no existía o lo hacía muy tenuemente. Pero vaya usted a decirle esto a majaderos como Paul Preston o sus epígonos españoles, que tan ricamente viven de la superchería.

Cela ayudó a mucha gente, de la única manera que le era cómodo: escribiendo una carta de recomendación o llamando por teléfono. Rara vez sobrepasó ese límite, entre otras cosas porque, como mucha gente en aquellos revueltos tiempos, había exagerado su intervención en la Guerra Civil, colocándose en la Legión. Así como su oferta para denunciar a posibles criminales la he tenido siempre como la colaboración de una persona cuya salud le impidió tomar parte en la guerra y que deseaba hacer algo por su país, en lo que entraba señalar a los enemigos. Conozco el documento y nunca le di más valor que el implícito, uno de sus escasos puntos débiles.

Solo tiene hoy Cela un enemigo: que la gente deje de leer su prosa y adquirir sus libros. Le conocí hace 70 años y solo en los últimos de su vida, feliz, enamorado y, por tanto, ciego, iba quedándose sin amigos. R.I.P.