Uno de los protagonistas de la historia contemporánea local más olvidados hoy es Gil Fernández Barcia (1863-1947), el alcalde que promovió la construcción e inauguró, el 15 de julio de 1933, la escalera monumental de acceso a la playa de San Lorenzo, la Escalerona, hace ahora 75 años. Y, sin embargo, este señero hito urbano apenas es la punta del iceberg de lo que supuso para la ciudad el lustro en el que permaneció al frente del Ayuntamiento de Gijón.

Fernández Barcia, quien ya había sido alcalde durante varios meses discontinuos, entre 1919 y 1923, llega al frente del Consistorio tras la victoria de la coalición republicano-socialista ganadora de las elecciones del 14 de abril de 1931, siendo partícipe directo de los acontecimientos que ese mismo día llevaron a la implantación de la II República en Gijón. Comenzaban años de grandes novedades en todos los aspectos, desde el cambio de régimen político hasta los efectos de la crisis bursátil de 1929, sin olvidar los acontecimientos de Octubre de 1934, siendo, a la vez, un período en el que la gestión del Ayuntamiento destacó por su actividad y eficiencia.

Sus primeras responsabilidades derivaron de su nombramiento como primer teniente de alcalde en ese mismo abril de 1931, pasando ya a ocupar la presidencia de la Corporación desde diciembre de ese año hasta las elecciones de febrero de 1936, con la forzada excepción de los dos últimos meses de 1934, al quedar los principales ayuntamientos en Asturias bajo control militar. Durante estos años, Fernández Barcia encaminó su actividad al frente del municipio en dos direcciones complementarias: la modernización de las infraestructuras y equipamientos de Gijón y el aprovechamiento de su ejecución para aminorar los efectos del desempleo generado por la crisis económica.

Se abordaron de forma complementaria dos retos urbanísticos que ya entonces pasaron a ser prioritarios: la construcción de una estación única de ferrocarril, buscando la reordenación de las instalaciones ferroviarias insertadas en la ciudad, más una estación central de autobuses municipal.

La obra pública municipal pasó así a ser un referente fundamental en la actividad de ese lustro, pero simultáneamente va a allegar a Gijón un concepto nuevo, el de la ciudad eficiente, frente al tradicional método de inversión en obras epiteliales de embellecimiento o mejora sólo circunscritas al casco urbano y siempre lastradas por la falta de presupuesto municipal suficiente.

Tan ambicioso plan de intervención rebasaba, una vez más, las posibilidades económicas del Consistorio, pero lo que aportó Fernández Barcia fue una intensa labor de gestión y contactos con el Gobierno central buscando culminar positivamente todo el proceso. Puntal esencial en este contexto fue contar con un equipo excepcional de técnicos municipales, el arquitecto José Avelino Díaz Omaña y el ingeniero Guillermo Cuesta Sirgo, junto con la experiencia de una década al frente de la Secretaría Municipal aportada por Fernando Díez Blanco.

Todo ello permitió engrasar una maquinaria que, pese a múltiples limitaciones, no tardará en dar resultados año a año, combinando el tendido de tuberías de agua en los arrabales con reuniones ministeriales en Madrid para las mejoras ferroviarias, la generalización del alumbrado público eléctrico, con la visita del ministro de Educación en 1935, para dar arranque al nuevo proyecto del instituto Jovellanos, y la instalación de la Estación Pecuaria en Somió para mejorar la producción ganadera con la exención de tasas a los constructores para dinamizar su actividad y contribuir a la reducción de las listas del paro.

Son años en los que llega el agua corriente, la red básica de alcantarillado y la luz eléctrica a casi toda la periferia de Gijón, e incluso se lleva esta última a los principales núcleos rurales del concejo, y en los que hasta se proyecta el autoabastecimiento de energía para el alumbrado público mediante el aprovechamiento hidroeléctrico de la traída de aguas de Nava-Caso. Años en los que también se consigue que el cerro de Santa Catalina pase a titularidad municipal, se comienza a rellenar la charca del Piles y se adquiere el campo de El Molinón, y en los que se hacen esfuerzos denodados por ampliar y mejorar la red de centros de enseñanza pública.

Y si bien el gran hito local en materia industrial de este período, la aparición de carbón en La Camocha, en 1932, no es imputable a este alcalde, sí lo es la rapidez de reflejos que mostró el Ayuntamiento que presidía para rotular ese mismo año la hasta entonces carretera de Ceares con el nombre de avenida de los Hermanos Felgueroso, reconociendo la trascendencia del éxito de los que, para no pocos, no habían pasado hasta entonces de ser un clan de lunáticos aventureros.

Es muy posible que la mayor satisfacción fruto de toda aquella ingente actividad gestora la tuviese Fernández Barcia el 16 de junio de 1935, con motivo de la colocación de la primera piedra de la nueva escuela de peritos, elemento que, junto a la urna que contiene y que alberga los consabidos ejemplares de la prensa local del día, monedas de curso legal y el correspondiente acta firmada por las autoridades asistentes, más un ejemplar de la Constitución de 1931, es probable que se encuentre hoy en el vertedero, junto al resto de los escombros en los que ha sido convertido el edificio en 2008.

Pero, indudablemente, a nivel local es la Escalerona la mejor muestra de su actividad al frente del Consistorio gijonés: obra levantada en tiempo récord, notable no sólo por su estética vanguardista, sino también por la mejora que supuso en la accesibilidad peatonal a la playa de San Lorenzo, que sirvió para atenuar el desempleo local y que se mantiene incólume tras ser azotada durante 74 inviernos por la furia del Cantábrico.

Por ello, no debe faltar el reconocimiento, en la conmemoración del nacimiento de este singular hito racionalista, a quienes promovieron su ejecución y lo hicieron, además, teniendo, ante todo, como referencia el interés general.

Si el nombre de casi todos los alcaldes queda asociado a una obra pública relevante, el caso de Gil Fernández Barcia queda descolgado de esta tónica a causa de la invisibilidad de gran parte de esta ingente labor de mejora y modernización de la ciudad que, por tratarse bien de gestiones político-administrativas, bien de infraestructuras soterradas, fueron visualmente poco percibidas, pero resultaron cualitativa y cuantitativamente notables en la mejora de la calidad de vida en toda la ciudad, y no exclusivamente en su opulento centro urbano.

No cabe duda de que, tras la Guerra Civil, la asociación del nombre de Gil Fernández Barcia con la II República le supuso el ostracismo, siguiendo la línea marcada por el régimen, que conllevó su salida definitiva de la política y de la vida pública local, y, aunque fue enterrado con todos los honores en 1947 y con general reconocimiento a su positiva labor como alcalde, su nombre pronto pasó al olvido. Por ello no estaría de más que, dentro del nuevo viario que origine la supresión de la barrera ferroviaria, se le dedicase una calle en recuerdo de unos intensos años de trabajo en los que desde aquella Alcaldía republicana se intentó dar solución a asuntos que aún hoy no han sido resueltos.

Héctor Blanco es historiador y coautor del libro «Historia de la obra pública municipal de Gijón»