Las cifras entran a borbotones. Brotan de arcada en arcada desde la pantalla del televisor; salen revoloteando furiosamente, como una plaga de moscas del vinagre, desde la del ordenador; se rizan en forma de spaghetti (de los negros), extruidas a través del altavoz de la radio: se ciñen al cuerpo; se deslizan por el oído y percuten como locas su morse en el tímpano; cubren los párpados y no dejan ver nada más que a ellas mismas. Salgo a la calle, pero también la han tomado. Chorrean como brea por el escaparate del kiosco y emiten un vapor que intoxica el cerebro e interfiere las conversaciones. Parados, desplomes bursátiles, meses en recesión, ERES y ya no eres nadie, recién despedidos, déficit público en pavorosos tantos por ciento. Al final, como en «Matrix», toda la realidad se revela como un gigantesco conglomerado de números que caen sin término. De pronto, uno comprende que lo que sus calles de todos los días están recordándole en oscuro lenguaje matemático es que, cuando nadie ejerce el buen gobierno, el buen gobierno debe exigirse y quizás hasta ejercerse desde ahí mismo: desde la calle.