La fuerte crisis económica saca lo peor de la gente, porque todo el mundo tiene que pensar en lo suyo.

Así se expresaba no hace mucho tiempo Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional. Salil partía de la base de que la crisis está teniendo un efecto devastador en todo aquello que afecta al Estado del bienestar social, es decir, la universalidad asistencial de lo público.

Concuerdo con ese punto de vista, ya que es obvio ver cómo los gobiernos están retrocediendo ante la política de los mercados (el gran consumo), dejándoles profundizar y afianzar en la toma de decisiones a costa de cederles una soberanía que, en el fondo, nos corresponde a los ciudadanos a través de la legitimidad que libre y democráticamente ponemos en sus manos para que nos representen digna y no humillantemente.

Ante este panorama es fácil deducir que estamos ante un mundo de mercaderes con mentalidad esclavista que tienen por alma el fino tacto del dinero. El dinero circula en todas las partes con funciones distintas, especialmente en un mundo encogido y cuarteado por la crisis, donde predominan los usureros con afán especulador hacia el amasijo de fortunas escandalosas sin importarles condenar a los más a la miseria y al olvido si ya no pueden consumir. Su filosofía es clara, si no consumes no tienes cabida en la sociedad, dejas de existir.

Por eso resulta escandaloso oír a los poderosos, a los que todo lo tienen y todo lo pueden, gobiernos, empresarios y banqueros, predicar la virtud de la pobreza al pueblo débil y cada vez más desregulado de leyes protectoras que día a día lo condenan un poco más a situaciones de mayor pobreza mientras ellos se mueven en el círculo del poder decisorio y en el de la riqueza. Estadísticamente se constata la existencia de una sociedad menguante en nuevos ricos, pero acumulando mayor concentración de riqueza, y una sociedad creciente en nuevos pobres con mayor nivel de pobreza, lo que está provocando una clase media en peligro e extinción.

Forzosamente esta desigualdad social es proclive a provocar rebeliones, de hecho ya está ocurriendo en la Europa de los mercaderes de mano de obra barata. Rebeliones en los pueblos con una tradición democrática fuertemente contrastada. Rebeliones en los trabajadores y asalariados en activo, en la gente humilde, en los sin trabajo y en los con trabajo en precario, en los parados y en los indignados con el actual sistema corrupto y de prácticas abominables. Rebeliones, en definitiva, en todos los que cada día menos recursos y pertenencias tenemos.

Este cónclave de «Patricios» ve de buen grado la desarmonización de la igualdad, de la razón y de la justicia en personas y cosas. Su armonía es la fría razón de los números que les dé el dominio absoluto del poder hasta el punto de que si tienen que cambiar gobiernos los cambian sin escrúpulos, ejemplos, Grecia e Italia. Su consigna suficientemente clara es que todo quede a su merced, como blanda cera en sus manos para moldearla.

Este poder exigente y tóxico que están llevando a cabo es una revolución capitalista que no esconde ni las formas ni las intenciones. Las manifiesta día a día con crudeza humillando a gobiernos, parlamentos, a la vez que socava los derechos de la clase asalariada y trabajadora, cada vez más vulnerable, desprotegida y empobrecida.

Por lo tanto, todas la capas sociales que estamos soportando todo el peso de esta revolución bancaria-empresarial-política no podemos seguir dándole carta de naturaleza. Ha llegado el momento de dar continuidad a las movilizaciones ciudadanas y obreras escenificadas con el éxito de la huelga general del 29 de marzo para acabar con la codicia financiera empresarial de los mercados. Rebelión para decirle al Gobierno conservador del PP que retire la salvaje reforma laboral impuesta por decreto ley como acto de fidelidad claudicante ante Bruselas y demás organismos internacionales. Las causas para la rebelión son cristalinamente tangibles.