Asistimos estos días a la confirmación de la absoluta pérdida de confianza por parte de los ciudadanos en nuestros tribunales, tras el bochornoso comportamiento del Tribunal Supremo en el caso del impuesto de actos jurídicos documentados y la banca. Pérdida de confianza bien merecida, dicho sea de paso, no tanto por la decisión adoptada, que se puede compartir o no, sino por la forma en que se ha adoptado dicha decisión: en un sistema en que un ciudadano medio tiene que esperar años para tener una sentencia firme, los bancos han visto resuelto su problema en apenas 15 días, con lo que nuestro más alto Tribunal ha venido a confirmar el mensaje que decisiones judiciales polémicas de los últimos años han generalizado entre los justiciables, y es que la justicia, al menos la nuestra, no es igual para todos.

La sola duda al respecto de esta cuestión ya supone un gravísimo problema en un Estado de derecho que se precie de serlo. Porque la separación de poderes que una democracia solvente exige conlleva la necesaria imparcialidad del poder judicial, que es precisamente lo que en España estamos obligados a poner en entredicho. No solo por la capacidad de elección que nuestros políticos tienen sobre las instancias más altas del poder judicial, o por la politización del ministerio fiscal, cuya jefatura va y viene dependiendo del Gobierno de turno, sino porque la ausencia de mecanismos de exigencias de responsabilidad permite que esas notas de parcialidad se erijan en sombras de sospecha. Y cuando en un Estado de derecho el Derecho es manipulable o, al menos, lo parece, democracia y Justicia, poca.

Sería injusto calificar en estos términos todo nuestro sistema judicial. Jueces, juzgados y fiscales hay muchos. Trabajan con una escasez de medios desoladora, y aplicando leyes inconexas y extemporáneas infinitamente corregidas con reformas parciales al albur del interés político del momento, con lo que muchos hacen lo que pueden y como pueden, pero es a ellos también, a quienes este tipo de hechos perjudica. ¿Qué ciudadano va a confiar en una actuación judicial imparcial y objetiva en estos días? Hace falta un pacto de estado que garantice la independencia judicial, que facilite una reforma global que adapte la Administración de Justicia al siglo XXI y que incluya mecanismos de corrección para cuando este tipo de situaciones se produzcan.

En estos días hemos conocido que en el año 2017 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a España en cinco ocasiones, y en lo que va de 2018 lo ha hecho ya en otras cuatro. ¿Y qué responsabilidad se asume por esas condenas, y lo que es más importante, quién la asume? Parece que no hay respuesta a estas preguntas, que sin embargo, acrecientan el desapego de la ciudadanía con el poder judicial, cuya reforma, insistimos, debe ser abordada con urgencia, responsabilidad y objetividad si queremos presumir de vivir en un país democrático y de derecho. No hay que perder de vista que si una de las patas de una mesa cojea, la mesa entera se balancea.