La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Guerra en el este de Europa

Un pueblo y un “chigre” para Anna, donde su hijo Matvii duerme sin pesadillas

Supo que tenía que irse de Kiev cuando una bomba cayó mientras jugaba con su hijo en los columpios; nunca creyó que habría guerra y ahora sufre por los suyos y por la distancia, en un dolor compartido con su amiga Oksana

Anna y su hijo Matvii, en Baldornón. ANGEL GONZALEZ

Anna Nepriakhina, de 40 años, llegó a Asturias hace diez días. Le acompañaba su amiga Oksana Ustymenko, de 44 años, y los hijos de ambas: Matvii (10), Kira (12) y Oleksandra, a la que todos llaman Sasha (23). Ahora todos son familia. Una familia con estatuto de protección tras haber tenido que huir de Kiev por la guerra de Putin.

Por esa guerra, que nunca creyeron que ocurriría, han tenido que dejar su casa, a sus padres y maridos, su trabajo, sus escuelas y a toda su familia. El día que una explosión la pilló en los columpios con su hijo Matvii, supo que el terror solo se le pasaría huyendo. Cruzaron la frontera con Polonia con todas las incertidumbres por delante, pero los eslabones de esa cadena de solidaridad que ha surgido en todo el mundo llegaron hasta ellos. Unos absolutos desconocidos –amigos de amigos de amigos– les ofrecieron una casa en España, en Asturias, en un territorio del que nunca habían oído hablar. A 3.500 kilómetros de sus propios hogares, pero sin bombas ni riesgos. Ni sabían bien quién las reclamaba, ni dónde iban a vivir.

Hasta el traslado de una punta a otra de Europa, que duró tres días, fue fruto de la solidaridad y de una ola de ayuda casi imposible de hilar: viajaron en los coches particulares de unos voluntarios gijoneses que partieron hacia Polonia con ayuda humanitaria y aceptaron traer, de vuelta, a unas familias de las que solo sabían sus nombres y que iban a ser recibidas por ni sabían quién.

Y Anna, que en Kiev había abierto una cadena de cafeterías y trabajado en la oficina de una empresa que fabricaba ventanas de aluminio, para la que buscó socios y negocio en el mercado europeo –de ahí su buen nivel de inglés–; que vivía bien con su marido, subdirector de los servicios comunales de Kiev –entidad dependiente del Parlamento de la ciudad–, y que siempre había estado pendiente de su hijo, un buen estudiante, gimnasta, judoka y nadador, de repente se vio desarraigada de todo. Igual que su amiga Oksana. Igual que varios millones de ucranianos. Ahora, un pueblo de poco más de cien habitantes, en la zona rural de Gijón, se ha convertido en su casa. El último bar tienda de Baldornón, cerrado en los últimos años por enfermedad, tiene ahora una sala de estar en medio del “chigre” y mimosas con lazos azules, emulando la bandera de Ucrania, en improvisados jarrones. Los niños ya están escolarizados en el colegio Montedeva y sus madres, Anna y Oksana, fuman y pasean por las caleyas asturianas para calmar los nervios, mientras cuentan los días para poder abrir el chigre. Desean que, entre cafés, refrescos, cervezas y sidra, sus demonios estén entretenidos y quieren dejar de sentir que son solo una carga para los vecinos.

Familias ucranianas alojadas en casa Riviera en Baldornón. ANGEL GONZALEZ

Dice Anna que en Kiev su marido y ella siempre habían estado pendientes de las noticias. “Sabíamos de la situación de conflicto, pero no creíamos hasta el final que habría guerra”. Sus mañanas en Asturias empiezan viendo los reportajes de la guerra y actualizan la información a cada hora, como única forma de mitigar la preocupación constante que sienten por quienes se han quedado allí.

Cuando pueden contactar por teléfono, a Anna su marido le cuenta muy poco sobre lo que está pasando en su país: “Nuestro Gobierno nos pide que no divulguemos esa información, ni dónde están nuestros soldados, ni dónde se produjeron las explosiones, etc. Solo sé que la unidad de mi marido capturó a dos invasores rusos y los entregó al SBU (Servicio de Inteligencia de Ucrania) para que decida qué hacer con ellos”. Por lo que sabe, su casa sigue intacta, pero en las de al lado ya hay daños por las explosiones. Anna duerme cada día un poco más, tranquila porque Matvii ya no se despierta con pesadillas. Y ha querido contar, en primera persona, lo vivido en este mes de guerra y en sus diez días de refugio en Gijón.

Compartir el artículo

stats