El Llano (San Tirso de Abres)

No es fácil calcular la edad de José Álvarez, gallego de Sante (Trabada), aunque afincado en San Tirso de Abres. Hace ya seis meses que sopló las velas de su ochenta cumpleaños pero conserva una envidiable figura y vitalidad. Tal vez sea el fruto de años de trabajo constante al frente de las más variadas profesiones: fue zapatero artesano, fotógrafo, taxista y hasta responsable de una cooperativa agraria.

Cuando tuvo edad suficiente para empezar a trabajar, algo que antaño ocurría mucho antes de alcanzar la mayoría de edad, decidió aprender el oficio de zapatero. Dos años estuvo de aprendiz para conocer los secretos de la elaboración del calzado. Y aún trabajó con otro zapatero más antes de establecerse por su cuenta. «En el segundo cobraba cincuenta pesetas por cada semana de trabajo, aunque también me daba la comida», explica.

Pero Álvarez siempre fue muy decidido y en cuanto se defendió en la confección de calzado masculino montó su propio taller. Bromea cuando recuerda la rudimentaria instalación donde comenzó y a la que sus amigos pronto bautizaron como el «chamizo».

No se le olvidarán jamás las 210 pesetas que cobró por el primer par de zapatos que hizo. «Salieron buenísimos aunque un poco justos», dice entre risas. La cosa pronto comenzó a irle bien. Era muy mañoso en su profesión y de ello daban cuenta sus numerosos clientes, procedentes de ambas orillas del Eo. «En Vegadeo vendía mucho a los maderistas, que querían botas de trabajo resistentes», explica. Precisamente en la capital veigueña adquiría el material con el que elaborar los zapatos, especialmente en el comercio de José Pardo.

Su buen hacer se transformó en una gran cartera de pedidos que le obligaron a contratar ayudantes. Llegó a tener dos oficiales encargados de las reparaciones lo que le permitía disponer de más tiempo para la fabricación de zapatos. La buena marcha del negocio hizo posible que construyera un taller mas moderno y cómodo.

En época de fiestas el trabajo le obligaba a trabajar hasta bien entrada la madrugada y un día llegó a aceptar un encargo de un día para otro: «En algunas semanas logré acabar hasta cinco pares». Álvarez no se olvida de aquellos zapatos de piel de becerro y piso de goma que elaboraba con mimo, pero con el paso del tiempo empezó a comprar calzado hecho y a subcontratar a otro zapatero los pedidos a medida. Aunque el cambio no pasó desapercibido a sus mejores clientes que notaron su ausencia.

La fotografía fue la razón por la que dejó de tener tiempo para dedicarse a la manufactura de calzado. Todo empezó un buen día en que Miguel, un popular fotógrafo de Ribadeo, comenzó a dejarle las fotografías que hacía en la zona para que las vendiera en el taller. Después le propuso que empezase él mismo a hacer fotos por las fiestas y ni corto ni perezoso se lanzó a la aventura. Su primera cámara fue una Voigtländer -«una camariña no demasiado buena»- y su primera fiesta, la de San José en Trabadela (Lugo).

En los primeros días como fotógrafo, sin más conocimiento que las nociones que le trasladó su compañero Miguel, no todas las imágenes salieron como debían: «Unas salían bien y otras regular. Era un milagro verme haciendo fotos». También vivió algún que otro apurón, como un día en el que, tras llevar un buen rato disparando, descubrió que no estaba bien puesto el carrete y no había hecho ninguna de las fotos.

En una de sus primeras incursiones en el mundo de la fotografía un agente de la Guardia Civil le preguntó si tenía los papeles en regla para dedicarse al nuevo oficio y, para evitar problemas, se sacó el carnet de «fotógrafo ambulante sin galería». La de fotógrafo ambulante era una profesión sacrificada por cuanto exigía estar pendiente de cualquier fiesta y evento de la contornada para retratar a los vecinos. Recuerda que en una de las romerías más conocidas de la zona llegó a gastar siete carretes de 35 fotos cada uno.

Solía cobrar la imagen en el momento de la captura y anotar la dirección del cliente para luego remitirle la fotografía. Al principio revelaba las imágenes en un laboratorio de Ribadeo, hasta que adquirió su propio equipo. Los tiempos y las cámaras mejoraron y también su destreza en la fotografía. De hecho llegó a ser un gran profesional y realizó muchos reportajes de boda.

Pero en la fotografía no terminan sus oficios ya que también adquirió por 110.000 pesetas una plaza de taxi en Trabada, lo que le permitía -entre otras cosas- ofrecer en las bodas un servicio más completo. «A las novias no les cobraba, pero quedaba bien», indica. Y por si acaso le sobraba algo de tiempo gestionó durante treinta años la Cooperativa del Campo de Sante donde los vecinos adquirían desde pienso a patatas de siembra. Ahora, ya retirado, disfruta de la vida y de su pequeño huerto.