Leo en distintos medios que el Vaticano estrena página web oficial donde, además de contar con la presencia de algunas lenguas europeas, incluye una versión en latín. La noticia me llama la atención, no sólo porque el latín sea una lengua muerta (aunque sigue siendo lengua oficial del Vaticano), sino por el hecho de que alguien haya podido traducir lo intraducible. Me pregunto cómo habrán hecho para adaptar a una lengua que lleva siglos sin evolucionar nuevos términos que obviamente los hablantes del latín no llegaron a conocer y que aparece en la versión española de la web, como «Visita panorámica Virtual», «Fotos interactivas» o «Museos vaticanos online». Corro a visitar la versión latina y compruebo que estos neologismos no aparecen. La prensa, en realidad, no dice la verdad. No se trata de una «versión» en latín, sino una «sección» en latín dedicada exclusivamente a textos bíblicos, legales o discursos papales. Aunque algunos medios expliquen que el Vaticano aboga últimamente por promocionar esta lengua no sólo en las misas, sino ahora además en la red, las lenguas muertas son aquellas que no tiene ningún hablante nativo; así que cuesta creer que el latín pueda llegar a ser la lengua vaticana habitual en conversaciones de pasillo.

Reflexionando sobre el presunto «revival» del latín, pienso que las lenguas son, en realidad, similares a los seres vivos: nacen, crecen, se reproducen y mueren. Según estadísticas recientes, cada quince días se muere una lengua en el mundo de las más de 6.500 que existen, y muchas de ellas se encuentran, como la fauna y la flora, en peligro de extinción. De hecho, más del 50 por ciento ya son lenguas moribundas o amenazadas. Y las lenguas rara vez resucitan. La mayoría de las ya desaparecidas ha muerto por las guerras, desastres naturales o la imposición de una lengua hablada por dominantes colonizadores. Los habrá que piensen que si desaparecen todas lenguas quedando sólo una, se cumplirá el sueño de Ludwik Zamenhof con el esperanto, una sola lengua universal que termine con los conflictos generados supuestamente por la diversidad de idiomas.

Las lenguas, sin embargo, no sólo sirven para comunicarse, son también un vehículo cultural, un transmisor de costumbres y tradiciones y, en algunos casos, una forma de enmascarar los mensajes ante individuos ajenos al grupo, de marcar cierta individualidad o de rebelarse contra lo establecido, una rebeldía en ocasiones necesaria. Así, el patrimonio que cada lengua conlleva es enterrado con ella cuando ésta desaparece. Hace cuatro años, por ejemplo, la prensa se hizo eco de la muerte de Yang Huanyi, una anciana china de 98 años, última hablante del nushu, una extraña lengua secreta hablada exclusivamente por mujeres desde hacía siglos. La lengua nushu había surgido entre las mujeres chinas campesinas, sometidas por una estricta sociedad patriarcal y privadas de la educación que los hombres recibían. Una lengua propia surgida de las emociones, de lo cotidiano, ahora enterrada para siempre con Yang Huanyi.

Volviendo al tema del latín y a la traducción de nuevos términos, me pregunto cómo hará el Vaticano para adaptar a su lengua oficial los nuevos pecados que se ciernen amenazadoras sobre nuestras cabezas, como la manipulación genética, el narcotráfico y la drogadicción o la contaminación medioambiental. Tal vez piensen utilizar esta lengua para saludar al «hermano extraterrestre» al que alude Funes; después de todo, los propios romanos ya lo tenían claro (y puede que también en el Vaticano se basen en este proverbio para promocionarla): Quidquid latine dictum sit, altum videtur, o lo que es lo mismo: «cualquier cosa dicha en latín, suena profunda».