El camino que ha emprendido Francisco Camps, a tenor del juez instructor de la causa, no tiene salida. Incluso aunque fuera declarado finalmente inocente, ha emprendido una senda que lleva a un político a la exclusión de la vida pública: la mentira. Mentir en un tribunal para defenderse de una acusación puede tener lógica en un ciudadano común que trata de ocultar un delito; en un político es inadmisible.

Veamos. El presidente de la Comunidad Valenciana ha afirmado siempre que los trajes y las otras prendas de vestir las pagó él personalmente, con dinero metálico procedente de la caja de la farmacia de su mujer. Y hay decenas de testimonios, pruebas y documentos que afirman lo contrario: que fueron pagados por miembros de una trama delictiva. Ahora los defensores de su entorno pretenden imponer otra tesis en esta geometría variable en que se ha convertido la defensa del presidente valenciano; dicen que nadie se vende por unos trajes. Pero ¿en qué quedamos?, ¿en que los pagó él o en que se los regalaron?

El problema de Camps es que, a lo que parece, no ha dicho la verdad, y eso en política debiera ser imperdonable. Si desde el principio hubiera reconocido la existencia de esos regalos, su calvario habría terminado; es posible que estuviera imputado, pero desde la decencia de la verdad pudiera haber defendido que eran regalos sin contraprestación, a los que ni siquiera les dio importancia.

Esa geometría variable con la que el PP ha abordado la defensa de Camps -y también del senador Bárcenas- tiene tantos cambios de formulación que ya no tiene más recorrido: primero fue una operación del juez Baltasar Garzón, a la que acusaban de intencionalidad política. Luego aludieron a la opacidad del sumario. Bien, ahora las cartas están sobre la mesa y la partida no tiene salida. Francisco Camps tiene muy difícil eludir el banquillo de los acusados, y eso no lo va a poder aguantar ni Mariano Rajoy.