Entre las múltiples variedades de estupideces que expele el Poder para ocupar el tiempo laboral de los docentes con el astuto fin de que demos el menor tiempo posible de clase a los alumnos, pues no vaya a ser que en una de estas se den cuenta los chavales de la monumental estafa en que viven inmersos y acaben armándola, figura en lugar destacado el rellenar y rellenar papeles que ni se sabe a ciencia cierta adónde van, para qué sirven, quién los redacta ni qué significan. Cada día crece el disparate, pero a veces, esa esclava del Poder que es la Administración se supera en el sinsentido y alcanza la astracanada.

Acaba de enviarme ese ente administrativo un montón de hojas que cubrir, acompañadas de un «Glosario» que iluminará mi labor. No basta que un servidor haya hecho su Primaria, sus bachilleres elemental y superior, su selectividad, su licenciatura y doctorado en Filología, sea catedrático de Secundaria, precisamente en Lengua Castellana, y haya escrito unos cuantos libros. Qué va, hombre: la Administración y sus muchachos y muchachas son quienes saben, yo soy sólo un pringadillo. Y sí que lo soy, vaya si lo soy. Ese admirable glosario me saca de docenas de errores y me enseña palabras que ni vienen en el diccionario.

Por ejemplo, yo creía, en mi tenebrosa ignorancia, que un documento era un documento, o sea, un escrito que ilustraba acerca de algún hecho. Pues no. Un «documento» es un «instrumento que detalla algún elemento concreto de un proceso», signifique eso lo que signifique, que aún no lo he conseguido descifrar. Pensaba que un formulario era un formulario, es decir, un impreso con espacios en blanco. Nada de eso. Un «formulario» es «un documento a cumplimentar para llevar a cabo un proceso», con ese castellanísimo y cañí «a cumplimentar», esa «a» más infinitivo galicista que haría vomitar sus peores bilis a Lope, Cervantes y Quevedo, a la vez a los tres. Un «indicador», sépase, no es lo que sirve para mostrar o significar algo: es un «parámetro que mide el cumplimiento de los procesos», viva la madre que los parió.

Me asustó lo de «registro», un «documento o evidencia del cumplimiento de una actividad», pues ¿qué haré si me llega un padre acusándome de que ando pidiéndole a su hija que me evidencie los cumplimientos? Igual se piensa lo que no es. Y ya me domina el pánico al leer lo que entiende el maldito glosario por «trazabilidad», palabra que ni figura en el Diccionario de la Real Academia. Resulta que «trazabilidad» es el «seguimiento de la implementación de una acción desde el origen hasta el fin del cumplimiento». Hay que ser un hombre de una pieza para definir de ese modo, hay que ser una mujer de fuste supremo para hablar así: «implementación de una acción», tela marinera, gloria bendita, canela en rama.

Lo malo, ya digo, son los papás y las mamás de los educandos y las educandas, pues, a lo peor, igual están en el paro; igual no cobran una indemnización de tres millones de euros anuales por despido, como don José Ignacio Goirigolzarri, que tengo entendido que suelen esas prestaciones ser un pelín más bajas; igual las pasan canutas para llegar a fin de mes; igual son inmigrantes con escaso conocimiento de nuestra lengua; igual apenas gozan de recursos; igual, ya digo, si les explico que les estoy implementando la trazabilidad a sus hijos y que tengo un parámetro del copón para que los chavales me evidencien sus elementos concretos y sus instrumentos a registrar, van los muy brutos y me corren a gorrazos o me llevan al Juzgado por corrupción de menores.