No hay vocación de político cesante en este país. Al menos, resulta difícil acordarse de alguien que se haya retirado a tiempo o voluntariamente de un cargo público renunciando a las ventajas de la poltrona. Los partidos suelen conceder facilidades para la recolocación y, cuando las circunstancias son malas, los expedientes de regulación de empleo de sus destacados dirigentes o militantes resultan la medida más dolorosa de aplicar. Mucho más, para ellos, que apretarle las tuercas al sufrido contribuyente hasta hacerle la vida imposible.

Lo más arraigado en un político profesional es perdurar sin desengancharse del carro. Pero si está lo suficientemente rodado, se puede incluso tomar la libertad de alejarse coyunturalmente de la órbita del partido que lo colocó para luego volver por peteneras, como le ha ocurrido a Álvarez-Cascos, dejando atrás un pasado tan contrastado o definido que ahora llama a su puerta para pedirle explicaciones por la «trama Gürtel». Hasta el punto que no es descartable que el pasado de P.A.C. acabe convergiendo en el presente de FAC.

En las instancias mayores, la púrpura pesa. A veces, incluso, cae como una losa sobre quienes la soportan. Sólo Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente del Gobierno español precisamente en la etapa más corta de la reciente democracia, tuvo la lucidez de reflexionar sobre la amargura del poder. Lo hizo en su libro «Memoria viva de la Transición».

Mantenía Calvo-Sotelo que la púrpura del poder es pesada y deja más alivio que nostalgia cuando se pierde: «Desconfíen del ministro alegre en su poltrona y triste en la cesantía: es que no se enteró bien de su Ministerio, o que no mandaba mucho, o que no merecía ser ministro. En un sistema parlamentario, el llamado ejercicio del poder se parece mucho al de un funambulista en la cuerda floja».

Para entender este tipo de cosas ahí están los rostros rejuvenecidos de Zapatero y De la Vega, dos ejemplos que resumen lo bueno que resulta para la salud de uno y, también, para los demás el hecho de irse y no regresar.