Cada vez es más habitual que representantes de sectores que se dedican a explotar los recursos naturales se autoproclamen como los verdaderos artífices de la conservación de la naturaleza. Desde ganaderos y agricultores a empresas forestales, pasando por cazadores y pescadores, el discurso es unánime. Según dicen, sus actividades son indispensables para mantener la biodiversidad y sin ellas los ecosistemas entrarían en un estado de declive. La idea de que la conservación de la naturaleza necesita la mano del hombre carece de base que la sustente. La naturaleza se las ha venido arreglando perfectamente sin la intervención humana durante millones de años. De hecho, conservación y explotación son términos que van en sentidos opuestos, aunque en ocasiones puedan buscarse fórmulas que permitan cierto grado de compatibilidad. Sin embargo, a fuerza de repetirlo, el mensaje de que los colectivos que se dedican a explotar la naturaleza son también sus máximos defensores va calando en la sociedad, incluidos los medios de comunicación. No es casualidad que estos sectores muevan muchos millones de euros en nuestro país y para ellos esta idea es muy conveniente.

Siguiendo la misma tendencia, los habitantes del mundo rural plantean que si donde ellos viven se encuentran algunos de los espacios que han llegado mejor conservados hasta nuestros días es gracias a su labor y la de sus antepasados. La historia es bonita, pero a poco que se analice, el argumento no se sostiene. Las actividades campesinas nunca han pretendido conservar la naturaleza, sino utilizarla en su propio beneficio. Los habitantes del medio rural son personas iguales que las de las ciudades y básicamente sólo miran por sus propios intereses a corto plazo, como el resto de los seres humanos. El mundo rural, y en especial en las zonas de montaña, ha sufrido en el pasado un alto grado de aislamiento geográfico y su economía ha sido históricamente una economía de subsistencia. Si los paisanos del campo no explotaron con mayor intensidad los recursos naturales que tenían a mano fue porque no les era técnicamente posible o porque no pudieron obtener una rentabilidad económica.

Lo que hoy llamamos usos tradicionales son aquellos que llevaron a cabo durante siglos los hombres y mujeres del campo. Aunque habitualmente suelen ser reivindicados como modelos de desarrollo sostenible, habría que cuestionarse hasta qué punto es así.

Uno de los usos tradicionales más extendidos en la cornisa cantábrica es la utilización del fuego con el fin de crear pastos para el ganado. El arraigo de esta práctica es tal que, según datos de la Fiscalía de Medio Ambiente de Asturias, más del 80% de los incendios que se producen cada año son provocados por los ganaderos. Esto ha llevado a que en algunas zonas la pérdida de suelo y la erosión sean realmente graves, especialmente en el occidente de la Cordillera. Numerosas laderas antaño boscosas han quedado reducidas a auténticos pedregales cuya recuperación sólo será posible a muy largo plazo. Todo gracias al uso tradicional del fuego que hacen los que algunos expertos, como Jaime Izquierdo o el cineasta Tom Fernández, llaman «jardineros del paisaje». En este caso, un paisaje calcinado e irrecuperable durante muchos años.

Entre los usos tradicionales también habría que considerar la utilización de lazos, cepos y venenos para erradicar las llamadas alimañas, esto es, cualquier animal que suponga una mínima amenaza o competencia para los intereses humanos. Así, los habitantes del medio rural estuvieron a punto de acabar con los osos cantábricos. También fueron ellos quienes a base de disparos y veneno llevaron a la extinción a los quebrantahuesos que poblaban esas mismas montañas. Es paradójico que la Fundación para la Conservación del Quebrantahuesos, que se encarga de recuperar estas aves en los Picos de Europa, reivindique el papel fundamental de los pastores para su conservación. Incluso, los ejemplares reintroducidos son bautizados con el nombre de viejos pastores, olvidando que fueron éstos quienes hicieron desaparecer a los quebrantahuesos de ese macizo montañoso.

También son pastores y ganaderos los que piden la erradicación del lobo en el único parque nacional de nuestro país donde habita la especie o los que impulsan la decisión de matar 90 ejemplares en Asturias, a pesar de que los datos oficiales señalan que el número de lobos no ha aumentado en los últimos años. El lobo es una especie clave en la naturaleza y plantear su eliminación es incoherente con declararse como valedor de la conservación de un paisaje natural. No tiene sentido decir que se quiere conservar un ecosistema y al mismo tiempo plantear la eliminación de uno de sus elementos fundamentales, como son los grandes carnívoros.

Con todo esto no se trata de criminalizar a los habitantes del mundo rural y menos a sus antepasados, personas que al igual que el resto trataron de prosperar económicamente y ganarse la vida lo mejor que pudieron, en unas condiciones especialmente duras. Sin embargo, la realidad es que los antiguos pobladores rurales nunca tuvieron la más mínima intención de conservar bosques o proteger especies. Esto ha quedado reflejado en distintos textos históricos, como el siguiente, de 1265, recogido en el libro «Osos y otras fieras en el pasado de Asturias» de Juan Torrente: «los hombres se deuen auenturar a vencer las cosas por fuerza, e por fortaleza, assi como quebrantando las grandes peñas, e foradando los grandes montes, e allanando los logares altos, e alzando los baxos o matando las animalias brauas e fuertes». Y en otra parte: «E faciendo esto, se apoderan de la tierra, e servirse han de las cosas que son en ella, tambien de las bestias, como de las aues, e de los pescados, segun mandamiento de Dios».

Los hombres del campo tienen todo el derecho a defender sus legítimos intereses, pero habría que pedirles que, como colectivo, no se hagan pasar por apóstoles de la conservación. No lo son hoy ni lo han sido nunca, ni tienen ninguna obligación de serlo.