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Jesús Menéndez Peláez

Don Atilano: bodas de oro y plata

Los cincuenta años de sacerdote y veinticinco de obispo del religioso de Trascastro

La proximidad de la fiesta de la Santina, declarada también Día de Asturias, hace evocar en mí un lejano ayer que quiero transcribirlo para felicitar a un entrañable compañero, durante muchos años, con motivo de sus bodas de oro y plata como sacerdote y obispo, respectivamente. El cuadro de costumbres que intentaré evocar fue vivido por algunos miles de adolescentes asturianos, hoy ya en la tercera edad. El 2 de octubre de 1958 ciento cuatro niños, provenientes de los lugares más diversos de Asturias, ingresaban en el Seminario Menor de Covadonga. El “Calendario/catálogo”, que publicaba la institución eclesiástica de aquel año, recoge los datos más relevantes de cada uno de los 740 seminaristas (desde primero de latín a cuarto de teología) que formábamos aquel vivero de vocaciones sacerdotales: nombre y apellidos, lugar y fecha de nacimiento, nombre de los padres y número de ropa (este dato, aparentemente superficial, era muy importante para las funciones de lavandería). Era nuestro carné de identidad. Entre ellos estaba Atilano Rodríguez Martínez, 1946, Trascastro (Cangas del Narcea), hijo de Constante y Joaquina, y su número de ropa era el 629. La población de Covadonga en aquellos años de la década de los años 50 del pasado siglo era muy doméstica y familiar. Los canónigos de la basílica, bajo la “abadía” de don Emiliano de la Huerga, alguno de los cuales hubieran hecho las delicias literarias de Valle Inclán; las hermanas teresianas que tenían allí su sede permanente; y también merecen citarse a los dos sacristanes, personajes que configuraban una parte importante de la geografía urbana del Real Sitio: Feto y Nino, que mimaban, respectivamente la Basílica y la Santa Cueva. Covadonga era un lugar donde se experimentaban determinados tópicos literarios. La “soledad sonora” de san Juan de la Cruz tan solo se alteraba dos veces al día, a las 11 de la mañana y a las cinco de la tarde. Era línea de autobuses Mento; el chorrón de la Cueva que desde el valle de Orandi atravesaba la montaña sagrada amenizaba aquella quietud como si fuera el bajo continuo de J. S. Bach. En Covadonga adquieren toda su fuerza poética los versos de Berceo, primer poeta de la literatura española, en su introducción a “Los Milagros de Nuestra Señora: “Yendo en romería me encontré con un prado / verde y nunca roturado, de flores bien poblado / lugar delicioso para el hombre cansado”.

Atilano Rodríguez, en una imagen de archivo, en Covadonga. | Irma Collín

En aquel entonces aún no se habían reconstruido las llamadas “casas de los canónigos” De ahí que la amplia explanada de la Basílica, así como la inmediata al Seminario, hacía las veces de campos de deporte. Allí se jugaba al fútbol, al balonmano , al balón tiro… Sin embargo, los aspectos deportivos más frecuentes eran los paseos a La Riera, El Repelao, el asiento de los Canónigos; estos eran los más cortos. Pero vivir en Covadonga significaba la posibilidad de hacer largas caminatas. Los Lagos de Covadonga (El Enol y La Ercina), que la Vuelta ciclista a España convertiría más tarde en una subida mítica, eran en aquel entonces lugar de preferencia para la competición. Esta paz que se respiraba en la Santa Cueva se veía altamente alterada cuando el Generalísimo, Francisco Franco Bahamonde, venía a pescar al río Sella en la pequeña localidad de Caño. El colofón a su afición a la pesca culminaba con una visita a la Virgen y una breve alocución festiva (de naturaleza fundamentalmente literario-musical), bajo la presidencia del arzobispo Lauzurica, en el salón de actos del Seminario. En tal ocasión Covadonga se convertía en un hervidero de escoltas y policías, metralleta en mano, que protegían todos los aledaños del Monte de la Cruz y la subida a Orandi. Y al nombrar al arzobispo Lauzurica es de justicia decir que él fue el verdadero propulsor del papel que hoy tiene Covadonga como centro de irradiación espiritual para Asturias. Era de justicia que en el Real Sitio hubiese un recuerdo-homenaje a su gran impulsor. Así fue. El 1 de mayo de 2004, bajo la presidencia del cardenal Francisco Álvarez Martínez, se recuperó y se reconoció públicamente la memoria histórica de quien, al margen de otras discutibles y criticables actuaciones, ha de ser considerado como el verdadero renovador de la Covadonga de hoy. Una modesta placa a la puerta del Seminario Menor será testimonio para las generaciones futuras del afecto y gratitud con que 450 antiguos alumnos, seminaristas y escolanos, quisieron perpetuar su memoria. Entre ellos estaba don Atilano, obispo entonces de Ciudad Rodrigo. Recuerdo también que nuestro obispo se juntó (tiene una voz de bajo profundo) a la antigua “Schola cantorum”, dirigida en esta ocasión por Fernando M. Viejo, para entonar el “Axuntábense”, canto predilecto del arzobispo vasco.

1968. Órdenes menores de don Atilano (el tercero de la segunda fila), acompañado de otros compañeros, entre quienes está el que suscribe este artículo.

Estoy seguro de que, a lo largos de estos días de la novena a la Santina, don Atilano recuerda con nostalgia sus largas estancias (de manera especial aquellos inolvidables y vanguardistas cursos de verano) en Covadonga. Aquellas sagradas montañas, juntamente con las de su Trascastro natal, le enseñaron a disfrutar de la naturaleza. Fueron santuarios de comunión íntima con la trascendencia y el absoluto. Aquel 2 de octubre de 1958 significó para don Atilano una etapa importante de su romería o peregrinación existencial que iba a marcar su vida. Y de Covadonga a Oviedo, al “Prau Picón”. Los estudios de Filosofía y Teología nos marcaron para siempre. Pudimos cursar un plan de estudios ejemplar. En él confluían el “Litterae et pietas” de Erasmo de Rotterdam y el “Quid verum, quid utile” de Jovellanos; Renacimiento e Ilustración unificados. Incluso para quienes ampliamos estudios y ejercimos docencia en la universidad civil, aquel claustro de profesores fue determinante en nuestro currículo académico. Una gran parte de aquel claustro pasó ya a la otra orilla. Sus nombres son ya iconos de lo que fue, sin duda, la “edad de oro” del Seminario Metropolitano de Oviedo.

Covadonga, 2004. Homenaje a Lauzurica. Atilano Rodríguez, a la derecha, con los cardenales Francisco Martínez, en el centro, y Carlos Osoro.

Y ya a modo de colofón: Ilmo, Sr. y querido Atilano, permíteme un diálogo de tú a tú, de Peláez a Atilano, y viceversa. Hay un principio fundamental en antropología: somos lo que fuimos. Nacimos y pasamos nuestra niñez en dos aldeas remotas de la Asturias profunda. Somos y seremos siempre aldeanos. Lo llevamos con orgullo. Trascastro y Lavio forman parte de nuestra esencia física. Como lo vienes haciendo desde hace muchos años, siempre que tu ministerio y tu salud te lo permitan, la “gadaña”, el “garabatu” y la “fesoria” son báculos que engrandecen y ennoblecen a un obispo que es “todu un paisanu”, marbete lingüístico y el mejor atributo con que calificamos los asturianos a una persona: Por encima de tus muchas virtudes resaltaría tu bondad. Siempre recordaré cuando acompañé a Raúl Berzosa en su toma de posesión de Ciudad Rodrigo; cuando la numerosa comitiva episcopal acompañaba al nuevo obispo, en medio del silencio, resuena una voz potente de una mujer: “Que sea Ud. tan bueno como don Atilano”. Una recomendación a la que el propio Dr. Berzosa aludió en su homilía. y, a la vez, la mejor traducción de la definición que san Pablo da sobre el sacerdote o el obispo: “ex hominibus asumptus et pro hominibus constitutus”. No creo conveniente que ni tú ni yo practiquemos hoy aquellos deportes que tantas satisfacciones nos dieron: la pesca de truchas y, en tu caso también, la caza. Hoy podríamos terminar en los calabozos de Cangas del Narcea o de Salas; no sería decoroso para nuestros respectivos estamentos. Dejémoslos en nuestra memoria histórica. Celebrar las bodas de oro, como sacerdote, y las bodas de plata, como obispo, es un verdadero privilegio. La palabra boda pertenece al campo semántico del matrimonio. Tu matrimonio es espiritual del que tanto escribieron nuestros místicos, como Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

Tu “esposa” es la Iglesia. A partir de 1975 tomamos rutas diferentes en nuestra peregrinación al santuario del más allá. Yo disfruto, con verdadera fruición existencial, en el albergue que regenta san Joaquín, patrono de los abuelos, verdadero Monte del Gozo, desde donde se vislumbra ya el santuario del más allá. Ojalá se retrase el reencuentro y podamos llegar a celebrar también tus bodas de platino. Entretanto me uno, con esta modesta evocación de aquel lejano ayer, a ese gran homenaje que te prepara tu diócesis de Sigüenza.

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