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Calidad universitaria y ranking de Shanghai

Apreciaciones para valorar en su justo término una baremación internacional de universidades que se ha convertido en la panacea pese a que promueve una visión sesgada y mercantilizada de la ciencia

Como cada 15 de agosto, se publicó hace unos días el llamado ranking de Shanghai, una baremación de las universidades que apasiona e inquieta a los dirigentes universitarios y a los responsables políticos del ámbito educativo, y que ha tenido el amplio eco habitual en los medios de comunicación. El ranking 2021 está encabezado por las Universidades de Harvard, Stanford y Cambridge, en este orden, y entre las universidades españolas destaca la Universidad de Barcelona, única incluida en la horquilla de las 151-200 primeras, seguida por la Universidad Autónoma de Barcelona, la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad de Granada, todas ellas en la franja comprendida entre los puestos 201-300. La Universidad de Oviedo, en la que he trabajado hasta el curso pasado durante casi 45 años, ocupa una posición modestísima, en la franja de los puestos 701-800, y lo peor es que ha descendido de forma abrupta desde el rango 401-500 que había ocupado en los dos años anteriores. No me es dado ocultar que este declive coincide con otras señales de apocalipsis sobrevenidas en el último año, como mi jubilación o el relevo en el rectorado, así que procederé a contextualizar el suceso haciendo algunas consideraciones sobre el alcance y el significado de los rankings internacionales de universidades. Veamos.

Las universidades compiten por estudiantes, profesores y recursos, y esa competencia está mediada por el reconocimiento y por la percepción social sobre su calidad, que tiene un fuerte componente subjetivo, informado por la tradición, por el patrimonio y por la impronta que hayan dejado algunos profesores destacados. Pero hay ciclos, así que no es raro que el prestigio histórico conviva con una realidad decadente, y de ahí deriva la exigencia de contrastar la calidad actual en aspectos medibles. Pues bien, el baremo ARWU (Academic Ranking of World Universities), conocido como ranking de Shanghai, es actualmente el indicador más seguido para valorar la calidad de las universidades en todo el mundo. Entre los puntos fuertes de este baremo están su objetividad y la claridad de los criterios de puntuación, pero esas cualidades aluden más al formalismo del procedimiento que a las cuestiones sustanciales de significado, concretadas especialmente en la selección de variables que intervienen en el algoritmo, en la que se evidencian sesgos y omisiones clamorosas. Digamos, en suma, que la objetividad formal no implica necesariamente neutralidad, y que tanto la selección de las variables como la forma en que estas se integran pueden dirigir los resultados y hacer que prime alguna concepción particular, acaso ideologizada, de la ciencia y de la universidad.

Mencionemos, entre otros sesgos sorprendentes, que el ranking de Shanghai no valora ni un solo componente referido a la función docente de las universidades, que la evaluación se limita a publicaciones en lengua inglesa de las áreas de conocimiento científicas y tecnológicas, y que se excluye de la evaluación a varios miles de universidades, a las que se prejuzga como secundarias. Por el contrario, se concede mucho peso a ciertos indicadores de calidad de la investigación, como el número de antiguos alumnos y actuales profesores que han ganado Premios Nobel y Medallas Fields en el campo de las matemáticas, el número de investigadores altamente citados según las recopilaciones de ciertas plataformas bibliométricas o la cantidad de artículos publicados en revistas de alto impacto, aun cuando algunos de esos indicadores son claramente redundantes. Esa selección de criterios apunta, obviamente, a una concepción de la ciencia individualista y elitista, en la que no interesa excesivamente discernir entre el éxito y la excelencia, parámetros que, en la investigación, como en la vida misma, no siempre van de la mano.

Es seguro que las universidades que ocupan las primeras plazas en el ranking de Shanghai son verdaderamente excelentes y que muchas universidades españolas tienen deficiencias severas que justifican una posición secundaria en el concierto internacional, pero, según opinión unánime de los expertos en cienciometría y evaluación institucional, el ranking tiene unos fundamentos muy endebles y establece unas jerarquías que no pueden ser aceptadas de forma acrítica. De hecho, algunos expertos piensan que los baremos no deberían ser una fuente de información relevante a la hora de considerar la calidad de las universidades y que la implementación de estrategias orientadas a mejorar la posición en los rankings internacionales puede incluso tener un impacto negativo en el desarrollo de las políticas educativas (véase, por ejemplo, J. Vidal y C. Ferreira, 2020; https://naerjournal.ua.es/article/view/v9n2-3). Seguramente sería preferible definir objetivos de mejora autónomos, ambiciosos pero realistas, y evaluar su cumplimiento periódicamente, antes que asumir cada verano la frustración de confrontar nuestra posición con la de un pequeño grupo de instituciones de élite, que están en otra escala por su tradición y orientación investigadora, su tamaño, su estructura y su presupuesto.

¿Cómo es posible que haya adquirido tal prestigio un sistema de valoración de las universidades que no contiene la menor referencia a su función educativa o a su papel de dinamización cultural? ¿Qué modelo de universidad se defiende cuando se excluye absolutamente de la valoración cualquier aspecto de la filosofía, del arte y, en general, de las humanidades? ¿Cómo es posible que hayan logrado tan alto prestigio unos índices que están lastrados por sesgos evidentes y a los que los especialistas consideran realmente burdos? Una parte de la respuesta está en que el sistema conviene a los intereses de las universidades que ocupan las posiciones privilegiadas en el ranking, que, además de ser sin duda excelentes, pertenecen muy mayoritariamente al ámbito cultural anglosajón, en un proceso muy favorecido por la consolidación del inglés como lengua franca de la comunicación científica. Una alta baremación refuerza la posición de esas universidades en el mercado competitivo de la educación superior, permitiéndoles atraer a los estudiantes más brillantes e influye también en la obtención de financiación pública y privada, en el desarrollo del creciente negocio editorial, en el mercado de patentes y en la captación de investigadores consolidados, que, a su vez, refuerzan el ranking de la institución. Todo este entramado ejemplifica el síndrome de mercantilización de la ciencia que han diagnosticado de forma muy precisa Richard Levins y Richard Lewontin (véase “The dialectical biologist”, Harvard University Press), caracterizando un sistema que promueve una ciencia individualista, elitista, pragmática (en cuanto contraria a ideologizada o sensible al entorno social), compartimentada y reduccionista, asociada al colonialismo cultural y a opciones políticas conservadoras. Tampoco suena tan turbio, ¿verdad?

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