La pandemia ha sido una situación kafkiana: confusa, circular, de promesas incumplidas, de absurdas mentiras oficiales y virus en constante metamorfosis. Además, como a mucha gente, el virus rompió mi mejor juguete. Carente de aspiraciones materiales de importancia y hobbies más caros que el ajedrez, viajar era mi juego favorito: volver a España cuatro o cinco veces al año, volar varias veces dentro de Estados Unidos, alguna ocasional excursión a Canadá, Alemania, Oxford, Noruega o Japón. Llevo mal ser marinero en tierra, en expresión de Alberti. ¿Qué puede compensar la falta de viajes?

En el otoño de 1923, Franz Kafka se encontró, durante un paseo por el parque, con una niña angustiada porque había perdido su juguete. Kafka explicó con calma que la muñeca no se había perdido, sino que estaba de viaje. El mundo, explicó Kafka endulzando su voz, se le había quedado pequeño: necesitaba nuevos horizontes. La niña le miró intrigada mientras comenzaba a secarse las lagrimas. Eso sí, antes de partir –siguió explicando el escritor– la muñeca le había confiado que escribiría a su amiguita una carta cada día y que, teniendo que salir muy pronto, le había pedido que viniera la parque y se lo dijera. Al día siguiente, Kafka se presentó con una misiva y se la leyó a la niña. La muñeca explicaba las razones de su partida, cosas que tenían que ver con crecer y hacerse mayor, pero también confesaba que siempre se acordaría y querría mucho a su amiguita. La segunda y la tercera carta comenzaron a dibujar el nuevo mundo de la viajera: conocía otra gente, veía nuevas cosas, tenía nuevos amigos, y nunca se olvidaba de la niña.

En esta historia real, Kafka continuó siendo el cartero de la niña durante tres semanas. Al final, la muñeca había crecido tanto que ya podía ser considerada una jovencita y había conocido un chico del que se había enamorado perdidamente. La gran noticia era que los dos iban a casarse. Dicen que con la última carta la infelicidad de la niña se había acabado. O así lo quiso Paul Auster en “Brooklyn follies”. La historia, entregada en plazos, como las novelas de Dickens o de Dumas, había sacado de su tristeza a la niña y le había facilitado dar el adiós definitivo a su amiga de trapo. Era solo un cuento. Y como los mejores relatos, era también real.

Esta historia, no sé por qué, me recuerda El regalo de los reyes Magos de O. Henry: la víspera de Reyes, una niña se corta el cabello y lo vende para comprar a su hermano una cadena para el reloj sin saber que su hermano había vendido el reloj para comprarle un prendedor para el pelo. Las historias son muy diferentes, pero la emoción es la misma. Los regalos son lo de menos. La generosidad y el afecto tanto de Kafka como el de los dos hermanos están por encima de todo.

Durante la pandemia he leído más de lo acostumbrado. Borges, que acabó ciego –como Homero: cuya fantasía de Troya se hizo realidad en Turquía–, confesaba que si pudiera ver, si sus ojos se curasen, no saldría de casa, sino que pasaría las horas leyendo, rodeado de libros: solo le interesaban los viajes de la muñeca de Kafka. Para el argentino el universo no era un conjunto de lugares, sino una biblioteca. El universo –siempre misterioso e inexplicable: donde un gato puede estar vivo y muerto al mismo tiempo– son átomos y cuentos, física e ideas, fuegos y artificios.

A veces percibimos –como los místicos, como Buda, como los físicos– que los objetos habitan un espacio intermedio entre la sólida realidad y la pura fantasía. La muñeca de la niña, al cabo de tres semanas, no era la original de trapo o la que inventó Kafka. Era una nueva, nacida de las dos. Como la capital de Asturias, que no es para los carbayones ni Oviedo ni Vetusta, sino una ciudad construida con la aleación y amalgama de ambas arquitecturas y aspiraciones morales. Y ahí, cerca de la catedral –construida con piedra y fe– está esa estatua que existe y ha salido de un cuento al mismo tiempo.

La pandemia, durante la que un virus se despertó siendo un dragón, como en un relato de Kafka, me brindó más horas para leer. Y sobrevivo estos años viajando. Como la muñeca de Kafka.