Verdi, Mozart, Brahms. ¡Que suenen los réquiem! Murió la reina. Descanse en paz. Murió Godard. Descanse en paz. Los dos con más de noventa años y los dos vivieron vidas llenas de acontecimientos y triunfos. Sus muertes nos conmocionan, nos parecen, como quizás todas las muertes, injustas. ¿Cuál es el sentido de la muerte?

Hay personas que aspiraron a no morir nunca. En "Sapiens", Yuval Noah Harari, nos cuenta la historia de Gilgamesh, que fue escrita en el segundo milenio antes de la Cruz. En esa leyenda se nos refiere cómo el descubrimiento de la muerte sorprende y preocupa al monarca. El profesor Harari lo cuenta así:

"Un día, el mejor amigo de Gilgamesh, Enkidu, murió. Gilgamesh se sentó junto al cuerpo y lo observó durante muchos días hasta que vio un gusano que salía de la fosa nasal de su amigo. En ese momento, Gilgamesh fue presa de un terrible horror, y resolvió que él, nunca moriría".

Gilgamesh, como sabemos, fracasó; todos nosotros moriremos sin remedio: somos seres tan privilegiados como mortales. La vida tiene un punto final. O si el lector se ampara en su fe religiosa (o si es un ateo al que le gustan las sorpresas): puntos suspensivos… Hay ricos –algunos quizá por aquello del ojo de la aguja– que no quieren morir y han creado el proyecto Gilgamesh.

Una aventura financiada por multimillonarios de Silicon Valley, el proyecto Gilgamesh está guiado por individuos cuya intención es vivir para siempre –o morir en el empeño (el chiste es de Groucho Marx)–. Hombres blancos (Musk, Bezos, Kurzwell) que, jugando a demiurgos, exigen la eternidad a golpe de talonario. Una vida eterna suena más a deseo que sueño. Porque la muerte les acarrearía una quiebra total, perder todo lo acumulado. Y es que el miedo a la muerte, ya lo advertía Hemingway, aumenta en proporción exacta al crecimiento de la riqueza.

Y así la empresa del multimillonario Elon Musk, Neuralink, alienta el camino "transhumanista", y predice un futuro en el que la existencia de las personas estará ligada a dispositivos electrónicos. Neuralink nos invita a promocionar una interface cerebro–máquina que produzca una simbiosis entre nuestras neuronas cajalianas y los chips de Palo Alto. La singularidad, ese momento en el que los humanos transcenderán la biología para fundirse con las computadoras, ha sido profetizada por Kurzwell, jefe de los ingenieros de Google. Una vida "in silico". ¿Fundirse en una máquina antes que morir? ¿Xuanín convertido en Macintosh? No, gracias.

La actitud ante la muerte de estos tecnócratas aspirantes a matusalenes es que la muerte es un problema técnico y, como tal, tiene una solución técnica. Es solo cuestión de invertir a mansalva, de cerrar a base de pasta los cementerios. Una boutade como un templo. ¿No ven lo que nos está costando acabar con el cáncer, el SIDA, la ELA, la mortalidad infantil y las demencias? ¿Y no se han dado cuenta que un minúsculo problemilla técnico con forma de virus ha dado jaque a la humanidad en cuestión de horas?

Como dioses del Olimpo, los habitantes más ricos de Silicon Valley sufren de arrogancia. Y su búsqueda secreta de la inmortalidad o "amortalidad" –porque la muerte puede llegar por accidente o asesinato–, tarde o temprano encontrará su Némesis. Los médicos sabemos bien –y sufrimos mal– que podemos ganar muchas batallas, pero que la última siempre la perderemos.

El jaque mate da sentido al ajedrez de la vida. Y eso no quiere decir que no celebremos los nuevos medicamentos, trasplantes, ingenierías genéticas, marcapasos y cualquier avance que nos permita vivir más años más jóvenes. También es bueno saber que la muerte nos puede librar de una vida tan dolorosa y terrible que quizás no merezca ser vivida. Poner fin a la propia vida es una prerrogativa del ser humano libre. Jean-Luc Godard, pasados los noventa, y dos años después de su última película, ha escogido esa vía. "No estaba enfermo, simplemente estaba agotado", comentó una persona cercana al cineasta. Y no seré yo quien critique al genio (como no criticaría la eutanasia de Freud). También entiendo a quien, viéndose en las peores circunstancias, mantiene la esperanza o la fe y sigue andando como hizo Elizabeth. Se lo habría podido oír decir a Churchill: si estás atravesando el Infierno, no te detengas.

El fallecimiento de la reina de Inglaterra y el del padre de la Nouvelle Vague del cine francés permiten reflexionar sobre la muerte una vez más. Es este un asunto al que no queremos mirar precisamente de reojo. Pero es mejor clavar los ojos en la vida. En esos blancos días y negras noches en los que buscamos no la conquista de la muerte, sino la de la felicidad (como propone Bertrand Russell en uno de sus ensayos más breves). Porque si no somos felices, ¿de qué sirve ser inmortales?

La vida de Montaigne estuvo llena de tragedias que nunca ocurrieron, pero muchas vidas cortan como cuchillos (Ángel González). Este es un valle de lágrimas donde somos prisioneros, no de la Arcadia del poeta andaluz, sino de los holocaustos del presente. Quizás por mi profesión me lleguen con más frecuencia que a otros las malas noticias: pero ahí afuera abundan las desgracias. Cuando la vida es un himno al dolor o una tormenta infinita, la muerte no tiene por qué ser ni blues ni naufragio. Y quien ha vivido suficiente y con la suficiente conciencia sabe, como se explica en las Coplas, que partimos cuando nacemos y andamos cuando vivimos, así que cuando morimos, descansamos. Y así también lo creyó Joseph Conrad, el autor de "El corazón de las tinieblas", que escogió para su epitafio los inmortales versos de Edmund Spenser:

"Dormir al acabar el trabajo, puerto tras la tormenta, paz a continuación de la guerra y muerte después de la vida complacen enormemente".

Deseemos, pues, a la reina inglesa y al intelectual francés un descanso. Y esta vez, sí: eterno.