¿Quién va a pagar cuando no quede nadie?

Una llamada a la responsabilidad en el debate fiscal y presupuestario

María Calvo

María Calvo

El futuro se presenta complicado. Todas las previsiones para 2023 pronostican un estancamiento de nuestra economía y que nuestras empresas pasarán momentos difíciles, con costes energéticos disparados, presiones sobre los salarios, tipos de interés al alza y una probable ralentización del consumo… factores que llevarán a una caída de la actividad. Es para hacer frente a este complejo escenario para el que se han de diseñar las cuentas públicas de los próximos años, tanto del Estado con de nuestra Comunidad Autónoma. Y, desgraciadamente, no vemos que el trabajo de las administraciones vaya en ese sentido.

Como sabe cualquier ciudadano, la estabilidad presupuestaria es esencial. No podemos permitirnos gastar más de lo que ingresamos y, menos, de manera sistemática. La administración ha adoptado la excepcionalidad como norma y, hoy, esto solo puede verse como una irresponsabilidad. La subida de tipos hará cada vez más difícil encontrar compradores para nuestra deuda; unos créditos por los que, además, tendremos que pagar mayores intereses, hipotecando nuestro futuro y el de nuestros jóvenes. Empresas y familias sabemos bien lo que es hacer esfuerzos para hacer números. No exigirle lo mismo a la administración sería una incoherencia.

Pese a todo, espoleados por la inflación, el pasado año registramos un récord histórico de recaudación. Y, pese a la plusmarca tributaria, seguimos el mismo camino este 2022. LA NUEVA ESPAÑA lo cuantificaba esta semana: solo en Asturias se recaudan 1,6 millones más al día que el pasado año. ¿Somos más? ¿Más ricos? ¿Tenemos mejores servicios públicos? Hay más ayudas, es cierto, y muchas necesarias, pero ¿valen lo que cuestan? Este es un juego de suma cero. Lo público parece engordar sin límite mientras el tejido productivo español paga las consecuencias. Pero ni así basta. Las próximas cuentas del Estado prevén un déficit del 4,5%, mientras estiman un crecimiento del 2,2%, aunque todas las previsiones dicen ya que este crecimiento rondará el 1%. ¿Hasta dónde se disparará el déficit en este escenario? Lo que sabemos es que habrá más deuda y, con toda seguridad, devolverla será más caro.

La Administración, para cuadrar sus cuentas, solo mira una parte de la ecuación: los ingresos. Sube impuestos para equilibrar la balanza de unos gastos que, por inercia, no dejan de crecer. Es la solución fácil y que se vende como ejemplo de justicia social sin poder ser menos cierto. Subir los tipos impositivos a partir de unos límites no aumenta la recaudación, contrae la actividad e impulsa la economía sumergida. Este incremento de la presión fiscal lleva también a que las rentas más altas (las verdaderamente altas y cuya contribución es diferencial en términos tributarios) se deslocalicen, al tiempo que cae la inversión. Así, los que siempre terminan pagando son nuestras pymes y sus trabajadores, el 99,8% de nuestro tejido productivo, que no pueden deslocalizarse y que se ven cada vez más y más presionado.

En Asturias esta situación es especialmente grave. Nuestra fiscalidad, pese a ser discriminatoria y hacernos menos competitivos que nuestro entorno, ni siquiera incrementa la recaudación. El Instituto de Estudios Económicos (IEE) llevó a cabo el pasado año un estudio sobre competitividad fiscal de las CCAA y las conclusiones son claras: somos la segunda región con mayor presión fiscal normativa de España (donde ya superamos la media europea) y, sin embargo, recaudamos menos por habitante que la media comunitaria. Ese mismo estudio apunta también a una relación negativa entre presión fiscal normativa y crecimiento económico: las regiones con tipos más altos son las que menos crecen. No defendamos pagar menos impuestos, defendamos crear riqueza para recaudar más. Un debate que debiera ser técnico y responsable se ha convertido en una discusión ideológica. Ni la existencia de los impuestos es enemiga de la actividad, ni todo se soluciona con la consigna "que paguen los ricos".

Y, como hay que mirar los dos platos de la balanza, tan importante o más que reformar los ingresos, es cambiar el enfoque del gasto. Nuestra Administración tiene un coste que no nos podemos permitir, basta con observar el peso de la deuda pública. EL IEE de CEOE ha cifrado en 60.000 millones de euros el gasto superfluo de la administración. Por tanto, es perfectamente posible seguir prestando servicios públicos de calidad y mantener unos resortes democráticos engrasados con un gasto más reducido.

El presupuesto asturiano asciende a 5.354 millones de euros. El 37,5% se destina a Sanidad y el 17,6% a Educación. Aún tenemos casi la mitad del presupuesto para llevar a cabo el resto de políticas. Destinamos un 11,26% al pago de nuestra deuda, por eso es tan importante contener el déficit, porque compromete gravemente nuestra capacidad de inversión a futuro. Devolver créditos pesa más del doble que lo que se destina a inversión productiva (4,6%). Pero es que, además, hasta septiembre solo se había ejecutado un 17,4% de lo presupuestado en esta partida y, a final de año, no se suele superar el 60%. Es decir, de 5.354 millones de euros apenas destinaremos un 3% a inversiones reales. Y algo similar ocurre con el presupuesto del Estado.

Cada vez tenemos una Administración más pesada. Un expediente que tiene que pasar por 8 manos solo genera coste, retrasos, incertidumbre y ahuyenta las inversiones. Es obvio que tenemos un problema estructural. Es imprescindible aligerar nuestras administraciones, premiando la eficacia y eficiencia. El gasto corriente no puede suponer el grueso de nuestro presupuesto. No queda prácticamente margen para invertir y fomentar la actividad económica, destinar dinero a innovación, a mantener y mejorar nuestras infraestructuras o nuestro tejido productivo. Y lo peor es que estas tendencias no son puntuales.

Pese a todo, estoy convencida del gran potencial de nuestra región, con empresas punteras en sectores pujantes, como las renovables o las tecnológicas, con un atractivo turístico en alza, con gran potencial agroalimentario y, sobre todo, con empresarios y autónomos que se dejan la piel en sacar adelante sus negocios. Pero no se les puede pedir que sean héroes a tiempo completo y, menos, bajo la crítica social constante. Hemos llegado a un punto en el que la empresa ha desaparecido del debate público, pero en el que se ha colocado al empresario en una diana permanente. Desde algunos escaños se trata de crear una caricatura del capitalista de sombrero de copa cuando la práctica totalidad de nuestras empresas son, repito, pymes y autónomos. Se carga contra el sector privado cuando, a la postre, es el motor del bienestar, el que financia órganos constitucionales, agencias, academias y hospitales. Los empresarios no estamos en contra de los impuestos: queremos pagarlos y lo hacemos de buen grado, pero siempre exigiremos que estos sean justos y, sobre todo, eficientes.

Los presupuestos públicos, y especialmente los de nuestra CCAA, deben poner el foco en la competitividad, en proporcionar un marco normativo estable y una fiscalidad que fomente la actividad y, así, se pueda repartir la carga. Está bien apretar cuando toca arrimar el hombro, sí, pero no se puede ahogar. Cuando los números no salen las pymes cierran y las multinacionales buscan la rentabilidad en pastos más verdes y no debemos olvidar que el mejor escudo social es el empleo. Estamos a tiempo de cuadrar unas cuentas responsables con el presente, pero también con el futuro. Hagámoslo antes de que en los pasillos de la Junta o el Congreso alguien se pregunte: "¿Quién va a pagar todo esto cuando no quede nadie?".

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