Más allá del Negrón

Siete días de hospital

Una imagen de deterioro del sistema de salud que no se corresponde con la realidad

Siete días de hospital

Siete días de hospital / Ilustración: Pablo García

Juan Carlos Laviana

Juan Carlos Laviana

No hay nada como pasar siete días en un hospital para pulsar el estado de nuestro sistema sanitario. Para saber que la situación no es tan catastrófica como nos la pintan. Para comprobar que, con sus problemas, todo funciona razonablemente bien. Sé que un caso particular no se debe generalizar, ni un botón sirve de muestra, y que una excepción no puede confirmar la norma. Pero, tras siete días como paciente de un hospital público, no puedo pensar otra cosa que nuestra sanidad goza de una razonable buena salud.

En el largo periodo que va desde que una determinada dolencia es diagnosticada en una sala de urgencias hasta que finalmente es reparada en un hospital –en mi caso, seis meses–, el enfermo no deja de empaparse del ruido que rodea a todo lo que tiene que ver con el proceso. Está predispuesto para lo peor. ¿Dónde me he metido?

El paciente –nunca mejor dicho– ha de lidiar, además de con su propio mal, con una oleada de noticias negativas que nada contribuyen al reposo de todo convaleciente. La sanidad está a punto de colapsar, se proclama. La situación es tan extrema que las agresiones físicas a los sanitarios han aumentado un 40 por ciento. Las listas de espera quirúrgicas no dejan de crecer. Es imposible conseguir una cita de atención primaria en dos semanas. Se multiplican los errores médicos. Las urgencias están desbordadas. Los pasillos, atiborrados de camas. Nuestros sanitarios emigran a países que nos los tengan en situación de semiesclavitud como aquí.

El ambiente crispado que se respira en las conversaciones, las mareas blancas inundando nuestras calles cada fin de semana en reivindicación de sus sin duda justos derechos, la utilización del sistema sanitario como campo de batalla político hacen pensar que todo eso nada tiene que ver con lo vivido en esos siete días de hospital. Cualquiera diría que me han recluido en una burbuja, en una clínica de desintoxicación que me proteja de tal estruendo en lugar de un hospital público. En estos largos siete días en que he convivido con médicos de todas las especialidades posibles, enfermeras, auxiliares, celadores no he visto un solo rictus que denotara ese estado de estrés generalizado que se achaca a nuestros sanitarios.

A medida que se acercan las elecciones autonómicas, se ha tomado la sanidad como cabeza de batalla. Las comunidades gobernadas por el PP (Madrid, Galicia sobre todo) son acusadas por el PSOE de desmantelar la Sanidad Pública. Las gobernadas por el PSOE (Aragón, Valencia, Asturias, Extremadura) acusadas de lo mismo por el PP. Y ambas acusadas por movimientos-mareas, al margen de los sindicatos y con clara influencia de Podemos, de la demolición.

La sanidad debería excluirse de esa campaña de desprestigio del contrario sin darse cuenta de que lo único que se está desprestigiando es la propia sanidad. Se ha tomado la sanidad como campo de batalla político. Cuando la sanidad, la justicia y la educación debieran ser objeto de un pacto de Estado, de un acuerdo generalizado, como se hizo en la lucha antiterrorista, de modo que los asuntos relativos a la salud no fueran esgrimidos como munición de mítines.

Nunca mejor que aquí deberíamos aplicar el dicho de sacad vuestras sucias manos de la sanidad. Precisamente la sanidad necesita una antisepsia, esterilización, desinfección propias de un quirófano. Cualquier infección, contaminación o suciedad puede resultar fatal para el sistema. Y eso es lo que estamos haciendo, contaminar nuestro sistema con sospechas infundadas que cuestionan su fiabilidad.

Hace casi ya treinta años, fui sometido a una operación similar en la vieja sede del moderno hospital donde acabo de ser intervenido. Me ha sido imposible no comparar la situación actual y la de entonces. Me han asaltado recuerdos de situaciones que hoy son impensables. En aquellos mediados años 90, me tuvieron 14 días en una cama de hospital a la espera de la operación, con la excusa de que si esperaba en casa perdía mi turno. En los pasillos se fumaba con toda tranquilidad. En cada habitación había dos o tres pacientes más una multitud de visitantes. El carácter malencarado de los sanitarios y el nivel de estrés era mucho mayor que el actual. Cualquiera diría que aquello sucedió en un país muy diferente al actual.

No recuerdo de quién era responsabilidad aquella sanidad. Si estatal, si ya estaba transferida, o era pública total o semiprivada. Me da lo mismo. La sanidad es un asunto complejo que requiere de reflexión serena, de expertos y no de vocingleros del cuanto peor mejor. Con las cosas de la salud no se juega, por el bien de todos. Trasladar a los ciudadanos las cuitas políticas no contribuye más que empeorar nuestra salud y la de propia sanidad,

Un último detalle, llevo tres días en casa convaleciente. Cada mañana recibo una llamada de mi centro de salud interesándose por mi evolución, ofreciéndome a aclarar cualquier duda, o poniendo a mi disposición lo que necesite. Nuestra sanidad no será un cuento de hadas, ni está exenta de múltiples problemas, pero nadie diría que está a punto de colapsar. Salvo que este paciente sea la excepción que confirma la regla. 

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