Dignidad y vientres de alquiler

El poso ideológico de muchas decisiones en un mundo tan complejo como el actual

Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida

El reciente caso de Ana Obregón y su hija gestada por otra mujer suscita de nuevo el debate tanto ético como jurídico sobre un asunto que se suele cerrar de manera inopinada tachándolo de indigno. Esto influye poderosamente en la semántica; la denominación de unos mismos hechos cambia según se consideren indignos o no. Por ejemplo, aborto versus interrupción voluntaria del embarazo, usura versus interés, prostitución versus chicas de compañía o trabajadoras sexuales, vientres de alquiler versus gestación subrogada. En contra de lo que se suele afirmar, la dignidad tiene un poso ideológico importante y en un mundo tan heterogéneo como el actual el catálogo de indignidades es variable e incluso contradictorio. Esto es perceptible en la quiebra de la concepción tradicional de la dignidad y, como antes, también tiene su reflejo semántico: lo indigno para unos es digno para otros. Así, el aborto se reivindica como un derecho de la mujer y la eutanasia, denostada como asesinato eugenésico, se defiende como el derecho a una muerte digna.

Si algo parece estar reñido con la dignidad es el dinero. La dignidad y el mercado se llevan mal, porque la ética ha establecido que la dignidad, como el cariño verdadero del que habla la canción, ni se compra ni se vende. La dignidad se resiste a ser mercantilizada y se ha convertido en un axioma que la persona pierde su dignidad cuando deja de ser sujeto y se convierte en objeto, sobre todo si es objeto de comercio. Sin embargo, el problema no es que se convierta en objeto, sino en que deje de ser sujeto y pierda el control sobre su persona. El tráfico de órganos, la prostitución, los vientres de alquiler etc. se condenan jurídica y moralmente como atentados a la dignidad, porque se supone que media abuso, la víctima no decide libremente, y que el comercio se realiza en condiciones infrahumanas. Lo que cierra el debate es que se presume que eso siempre es así, sobre todo si hay dinero de por medio, y no cabe prueba en contra. La dignidad, se dirá, no admite excepciones.

Los tiempos cambian y el anatema general contra los trasplantes de órganos se ha suavizado si el donante es una persona fallecida o, si es entre vivos, la donación es altruista. Pero sigue la sanción y la descalificación si se trata de una compraventa. Es cierto que el tráfico de órganos se caracteriza por el abuso, el desvalimiento de las personas que venden sus órganos y las pésimas condiciones en las que se realiza. Sin embargo, ¿qué argumento hay para impedir la compraventa de un órgano si el donante está de acuerdo en recibir una cantidad importante de dinero y la extracción se hace en las mejores condiciones sanitarias? A nadie le apetece vender un riñón, pero tampoco desriñonarse trabajando ocho o diez horas diarias por un sueldo mísero, que en veinte años no superará la cantidad recibida por la venta del órgano, por no hablar de una persona sin perspectivas de encontrar trabajo sin que el Estado le proporcione sustento. Y no hay que olvidar que el receptor del órgano está intentando ejercer su derecho a la vida, que perderá si no aparece a tiempo un donante. Para soslayar las prohibiciones legales, en muchos casos se encubre la venta como una donación samaritana, percibiendo bajo cuerda el precio convenido, con el agravante de que no hay control sobre el justiprecio.

La división dentro del feminismo sobre la legalización o no de la prostitución refleja claramente que la dignidad es un argumento que vale para las dos posturas, la que considera que la mujer en ningún caso puede ser objeto sexual y la que defiende que la mujer es dueña de su cuerpo y que lo que hay que conseguir son condiciones dignas para las trabajadoras sexuales.

El caso de los vientres de alquiler debería regirse por los mismos parámetros que una legal compraventa de órganos y la prueba está en cómo se encuentra regularizada esta actividad en algunos Estados desarrollados. Sin embargo, tiene unas características que lo diferencian de los demás. Aquí el comercio involucra a un tercero, el ser en gestación, y además es una decisión que se desarrolla en el tiempo. Parece que el interés superior del menor que va a nacer queda a un lado frente al interés de las partes contratantes y se convierte, él sí, en objeto. Se considera irrelevante la edad de quien va a ser padre o madre o las consecuencias legales que pueda tener para el menor su llegada al país receptor. Por otra parte, la gestante renuncia de antemano a decisiones que pudiera tomar durante el embarazo, como abortar o quedarse con el hijo una vez que dé a luz, y esta renuncia hace que pierda su libertad de decidir, su condición de sujeto y, por tanto, que se le prive contractualmente de su dignidad. Para garantizar esa renuncia seguramente estarán previstas cláusulas de desistimiento con indemnizaciones millonarias y, sin duda, desproporcionadas.

Todo es comercio y al final poco queda de indignidad. Se paga por incubar una vida, se cobra por incubar una noticia y se compra la revista que la publica para indignarnos de que una mujer de 68 años tenga una niña alquilando un vientre ajeno. Quizá la indignación decrecería algo si el receptor fuese un señor de igual edad, porque se sobreentendería que, de faltar él, alguien se ocupará de la criatura. También si la persona que arrienda perteneciese al colectivo LGTBI, porque cualquier crítica que se haga al respecto se pondrá bajo sospecha de una encubierta fobia u odio hacia el autor de la paternidad o maternidad subrogada.

¡Cuánto nos indignamos cuando la persona se convierte en objeto y qué poco cuando son sujetos invisibles, como los mendigos o los sin papeles vendiendo baratijas, o cuando son visibles vendiéndose ocho o diez horas al día por un contrato basura, sin salario digno, sin vivienda digna! Lo dicho, la dignidad tiene un poso ideológico no desdeñable.

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