La investidura

La reelección de Sánchez abre más incógnitas de las que cierra

Daniel Capó

Daniel Capó

En un inesperado contrapaso, las calles, coto cerrado de la izquierda y de los nacionalistas, se han convertido en el espacio central de oposición al proceso de cambios que está viviendo nuestro país. Hablo de cambio en el sentido direccional de la palabra, puesto que nos dirigimos hacia un periodo constituyente que podría liquidar el ordenamiento del 78 –en apariencia, y quizás ya en realidad, un sonámbulo–, para abocarnos a otro régimen diferente: democrático, con casi toda seguridad; pero también más iliberal, con menos contrapesos y, por tanto, con mayores sesgos populistas. Es sabido que la libertad y los derechos exigen firmeza y, en consecuencia, nos reclaman una actitud determinada. No se preserva aquello que no se defiende y nuestras libertades difícilmente se van a consolidar sin el ejercicio de virtudes cívicas. Para las izquierdas, la calle constituye el espacio natural de las protestas y ahora la derecha parece haber entendido que, sin el clamor popular, no podrá frenar las consecuencias del pacto histórico del PSOE con los independentismos vasco y catalán.

La calle es también el espacio natural de los enfrentamientos, las emociones exacerbadas y la ausencia de diálogo. Elias Canetti, en su monumental "Masa y poder", compara la masa con el relampagueo de la política; tal es su efecto sobre los ciudadanos, que pierden por completo su individualidad. Convertidos en números, aceleran la erosión de la sociedad en un proceso al que no son ajenas las tendencias tecnocráticas –tan características de la política moderna–, al tiempo que el humus indispensable de la responsabilidad individual se deteriora. Deirdre McCloskey supo ver muy bien, en sus diversas aproximaciones a la burguesía del XIX, la necesidad de las virtudes para hacer viable la democracia liberal; y también, en sentido inverso, las crisis democráticas en que se traduce el desgaste moral. Nuestro drama colectivo, mucho antes que de lo formal –la Constitución–, nace de una praxis equivocada y de una selección errónea de nuestros representantes, en virtud de la cual se premia la fidelidad partitocrática por encima del mérito o de la calidad. Se dio –y se da– también una perversa relectura del pasado que dificulta cualquier consenso, ya que se alimenta del maniqueísmo y auspicia la confrontación. Me parece ridículo debatir si el inicio de esta ruptura social se produjo durante la segunda legislatura de Aznar, con el 11-M o con las políticas de Rodríguez Zapatero. Cada uno que cargue con su parte de culpa, que no es pequeña. Sin elites responsables, ningún país puede prosperar.

La investidura que empezó ayer abre más incógnitas de las que cierra. Los historiadores futuros no quedarán indiferentes a los días que vivimos y confiemos que no sea por la nostalgia de un pasado mejor. Europa actúa como un freno a los peores instintos de la tradición española y ello debe movernos a un relativo optimismo –cabe subrayar lo de relativo–. La movilización en las calles, el carácter contramayoritario de la judicatura y la difícil digestión de estos pactos en el seno del PSOE subirán la temperatura política. Sospecho que la provincia –la presión sobre el PSOE desde las regiones, quiero decir– puede ser más decisiva que lo que suceda en la capital. Sánchez asume riesgos enormes con su estrategia. Y la falta de prudencia se ha considerado desde la Antigüedad un elemento de peligro. Nada ha cambiado desde entonces.

Suscríbete para seguir leyendo