Lo que hay que oír
Historia de un supositorio
El lenguaje de algunos médicos
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Historia de un supositorio
Recorrió mi infancia un chiste "marrón" que me permito contarles aquí hoy. (Aclaro que marrón equivalía a excrementicio: "verde", era cosa del sexto mandamiento. Ni historias marrones ni menos aún verdes, podían contarse de haber "ropa tendida", aviso de la presencia de niños). Me lo trajo la memoria al leer no sé dónde lo poco que se usa hoy esa forma medicamentosa que es la cala laxante o supositorio en contra de la apabullante supositoriada a que recurrían los médicos de mi infancia y mi puericia, bien te punzase el estómago, bien te abrasasen almorranas, bien estuvieras tarumba. Supositorio y para casa.
Y empujó aún más adentro (con perdón) al chascarrillo el aluvión de noticias incomprensibles para mis entendederas sobre desabastecimiento de medicinas, sobre el mapa sanitario de mi Comunidad, sobre las plazas de galenos para atención primaria, sobre la exclusividad de los médicos de la sanidad pública, sobre que te atiendan de pie pues el doctor tiene la prisa de 50 pacientes por mañana, que la burocracia aprieta y ahoga el ejercicio de la curación... Pero, ojo, no va la gracieta que tantas veces escuchaba durante mi niñez contra un cuerpo facultativo formado por seres admirables en su mayoría (a cuya ciencia la vida debo) salvo ciertos contumaces mastuerzos y alguna obtusa embatada. O sea, como ocurre en todos los ramos y gremios. Va, como siempre aquí, sobre el endemoniado lenguaje que emplean para transmitir al enfermo los males que padece. Contemos de una vez el chiste.
Una pareja hetero (ustedes perdonen) acuden en su Ambulatorio al médico de cabecera. Lo que hoy serían Centro de Salud y médico de familia, vaya. Una vez examinado el paciente varón, el licenciado les extiende una receta de supositorios con la posología correspondiente. Se van ambos pero, a la salida, les asalta la duda sobre el modo de administrar el dichoso supositorio. Deciden, con grande reticencia, llamar a la puerta de la consulta y preguntar en un susurro que si el supositorio se comía, se chupaba, se diluía en agua... Bien oiréis la respuesta:
−Se lo introduce el enfermo por el ano y listo.
Abandonan el cuarto medicinal justo para darse cuenta que ninguno de los dos sabía qué demonios fuese el tal "ano". Con enorme reserva y temor acuerdan volver a vérselas con el batablanca:
−El ano es el recto, señores míos. Se mete el supositorio por el ano o recto y ya está. ¿Entendido?
Asienten, se van entre reverencias y comprueban en la sala de espera que ninguno de los dos conoce el significado de "recto". Uno propone volver, ella teme que el médico les diga cualquier barbaridad por tanta e ignorancia léxica. Gana el varón. Pican. Grita el médico tras dejar su cigarrillo de picadura en el borde de la mesa:
−¿Otra vez? ¿Qué pasa ahora?
−Perdónenos, ilustrísimo eminente. Es que no sabemos qué es el recto.
−¡El culo, caramba! ¡Métanse ustedes el supositorio por el culo!
No bien hubieron salido, fue la sufrida esposa la que gruñó:
−¿Ves? Te dije que iba a salirnos con cualquier burrada por tanto insistir. ¿Qué va a ser de nosotros ahora?
Menos mal que no siguió el médico usando palabra finolis en vez de culo: as de oros, botamay, cheto, fondillo, funene, siete, sisiflís, tambache, trastienda, rulé o salvohonor... pues allí estaría aún la pareja doliente.
Dirá cualquier amable lector que qué demonios pinta tan añeja historia aquí, en tiempos en que apenas te recetan supositorios, en que el médico ni te mira el careto y cuando todo quisque conoce la sinonimia entre ano, recto y culo, y si no la conociera se comprueba en el móvil. Pues pinta que también hoy no pocos médicos se dejan llevar por un lenguaje divulgativo que no comunica un carajo y deja peor que estaba al sufrido enfermito. ¿Por ejemplo? Tendrán ustedes que leerme la siguiente semana si desean unas muestras que les he preparado.
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