Opinión

El tren de las 14.18

Un viaje de placer desde Oviedo para cenar en Tapia

Los de Aemet habían dado agua para el jueves y viernes siguientes, pero la decisión era firme. Además los billetes del trenín de vía estrecha ya estaban sacados. Los que tenemos más de sesenta años gozamos de un trato de favor en esto del tren. Se llama tarjeta dorada. No me gusta mucho el nombre, me trae a la cabeza además la película con el Fonda y la Katharine, y recuerden que a él le pega el cañonazo; no tienen mucho tacto estos chavales de Renfe.

El plan fue muy simple: sacar billete de ida y vuelta desde Oviedo hasta la última estación asturiana por el occidente: Vegadeo, pero sin ser preciso llegar hasta allí, sino bajándonos donde nos diera la gana, con tal de que hubiese lanchas, casquería de mar con sidra asgaya sin dejar la hijuela, y tener donde dormir a precio, nada de dispendios, para poder ir del chigre a la cama, libres del coche y felices.

El trenín salía de Oviedo a las 14.18, y aquí se come a una hora decente, o sea, a las tres. Muy fácil; como se hizo toda la vida: chorizo, jamón, queso, empanada, pan, bota de vino. Y carbayones. A la altura de San Claudio nos pusimos a pensar. Hacía mucho que no caíamos por Tapia. ¡Listo! Es increíble este tren, es puro turismo. Su lentitud lo hace una joya para el disfrute. Nunca podrá competir con una autopista, es para otra cosa. Hay gente que viaja a Gales, al Tirol, a Salta, para ir en trenes así. Más lentos. Trenes de fama mundial. Nuestro paisaje es brutal, relajante y alucinante, vegas, viaductos, ríos, bosques, trincheras, mar, praderías con vacas de mirada filosófica. Y siete personas, de mente y charla diferentes, en asientos confortables, buena calefacción, con casi todo el coche para ellos, dan mucho de si.

En Pravia subió un inglés, o galés –los escoceses llevan falda–, o de por esa parte. Mochilero pero curiosu. Alto, fibroso, pelo corto, sandalias, y una libretina. Sacó un plátano. Fue el momento, ¡a poner a la Pérfida Albión en su sitio! ¡Marchando esos embutidos! Nos duró la pitanza hasta Canero. El galés nos miraba. El tran-tran nos impedía oír los ruidinos de su estómago. Alguien habló de darle algo; nos acordamos de Drake ¡ni hablar, ya comió un plátano, a ver, más chorizu!

A las seis estábamos en Tapia. El oleaje imponía. ¡Como liga todo lo de la mar con la sidra! Y que guapo fartucase y trasegar con el hotel al lado… Al día siguiente, a las 11.58, volvimos al trenín para llegar a comer a Oviedo. Por cierto: el billete nos costó once euros, la cena treinta y el hotel veinticinco por barba en habitación doble. O sea, sesenta y seis euros todo. Llenar el depósito del coche me cuesta noventa y dos. Más el radar, o el globo, o entrar sin luces en el túnel, o la bomba del aceite. Sin poder ver el paisaje y sin pegarse con el resto de la banda por el queso y la bota. Y me doy cuenta de vieyu. Mete miedo.

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