Ramona Tamés Gavito -su fiel criada celoriana, que trabajaba en la casa familiar de los Victorero Dosal en Llanes desde los años veinte- miraba por él como un hada madrina. Entraba Ramona a diario en La Pilarica (calle Mayor, 5) y entre las cosas que le pedía a Pilar Pérez Bernot nunca faltaba la especialidad suprema de aquella inolvidable tienda: «Córtame pa Logio un cuarto de esi jamonín tuyu tan buenu, Pilarina». Se veía que Eulogio Victorero Hartasánchez (1941-2011), que murió hace unas semanas, sólo probaba los mejores manjares.

Era el último eslabón de una saga de gran importancia en la intrahistoria de Llanes. Su abuela paterna, Florentina Dosal Sobrino (doña Flora), sobrina del senador José de Parres Sobrino y pariente de los hermanos Faustino y Nemesio Sobrino Díaz, indianos y benefactores, era cuñada del segundo conde de Mendoza Cortina y hermana de Sinforiano Dosal Sobrino -un filántropo adelantado a su tiempo, que sufragó la compra de instrumentos para la banda de música, adquirió el primer automóvil visto en la villa de Ángel de la Moría y presenció en París la inauguración de la torre Eiffel, en 1889.

El padre de Logio, Manuel Victorero Dosal, había sido alcalde en los años de la dictadura de Primo de Rivera y vivía en el majestuoso edificio mandado construir por su madre frente al antiguo convento de la Encarnación (una mansión levantada entre 1906 y 1909 por el maestro de obras gijonés Fermín Coste, el hombre que había introducido en Llanes nada menos que la práctica del fútbol). En 1930 o 1931, Victorero cedería el ático de su casa, bajo una cúpula señorial de capital, al arquitecto municipal, racionalista y masón, Joaquín Ortiz, para que instalara allí su estudio. Unos años después, al sobrevenir la Guerra Civil, el ex alcalde sería detenido y conducido a Gijón (la casa de doña Flora había sido requisada y convertida a esas horas en sede central de las oficinas del Frente Popular), y sucedió un hecho que muy poca gente conoce: Ortiz, fundador de la Agrupación Socialista Local, consiguió excarcelar a Victorero, librándolo muy probablemente de la muerte a manos de milicianos incontrolados, y lo llevó en secreto a la casa de Eduardo García Valverde (Lalito), junto al paseo de San Pedro, en la que estaba viviendo circunstancialmente el arquitecto con su familia. Lo mantendría escondido allí hasta la entrada de las tropas de Franco en septiembre de 1937.

Logio nunca estuvo al tanto de estos arcanos de su genealogía. Huérfano y multimillonario, bastante tenía él con zambullirse en la dolce vita en la que estaba atrapado. Embuchado en esmóquines blancos o negros, sus jornadas transcurrían a velocidad de vértigo. Lo veíamos aparcar su descapotable inglés junto al bar Palacios y entrar en el Casino, del brazo de mujeres de una belleza apabullante. Jugaba al póquer sobre la misma mesa del Café Pinín donde el filósofo Fernando Vela había dirimido partidas de ajedrez, y nos parecía un James Bond de mirada triste y de corazón generoso, rodeado en cada juerga de adulones que chupaban del bote todo lo que podían y más. Compró un yate y se lo incendiaron, por envidia (a los pocos días, compró otra embarcación del mismo modelo). Una mañana se despertó completamente arruinado. Le tocó ganarse el rancho como pescador, enrolado en «El Vendaval», la lancha de José Manuel Gutiérrez Meré, «El Belga», y aprendió a encallecer sus manos de aristócrata viscontiano.

En su recta final, desde hacía diez años, era camarero en el turno de noche del Madison, la elegante cafetería que regentan los hermanos Alvar en la calle Pidal. Su destino último fue el tanatorio, donde permaneció su cadáver dos días sin que nadie lo reclamara. Logio lo había tenido todo y lo había perdido todo. Todo menos la dignidad y el respeto de viejas amistades y antiguos amores, que pagaron a escote su funeral.