Fuese broma o coquetería, Domitila Vázquez negaba ayer haber alcanzado el centenario. “Serán setenta y pico, como mucho”, repetía en voz baja sobre las tres velas de color rojo que adornaban la tarta. Su atención no estaba en los números, sino en sus familiares. En esas sobrinas a las que había criado como una segunda madre y aquellas sobrinas nietas que había querido como una abuela. A Domitila, la pandemia y los muros de la residencia le quitaron la vida, el vermú, la peluquería, la tertulia y la familia. El día en el que cumplía un siglo, volvió a vivirlo todo. En ese bar de la plaza San Miguel en el que tantas mañanas había pasado contando historias la esperaba su familia, a la que llevaba sin ver cinco meses que, a todos, se les hicieron “demasiado largos”. El dueño del bar, la peluquera y las sobrinas; todos se volcaron en devolverle los abrazos y el cariño robados.
Durante el tiempo de confinamiento en la residencia, sus familiares se relacionaban con ella a través de videollamadas. Ella había perdido la esperanza de volver a verlos. Ayer, el tiempo le quitó la razón. “¿Te acuerdas de que me decías que no me ibas a volver a ver? Pues mira Tila, aquí estoy”, le decía su sobrina nieta Loreto Villaverde, de cuclillas, para quedar a la altura de la silla de ruedas. Domitila, que se había volcado con ella y con sus primas cuando eran pequeñas, le cogía las mejillas. Un gesto de reconocimiento, pero también para saber que todo aquello que estaba pasando era algo más que un sueño. El tacto le daba un viso de realidad al encuentro que no tenían las videollamadas.
La centenaria, repetía “ay, qué bueno, qué bueno”, ante cualquier cosa que pasaba por delante de sus ojos. El primer sorbo de cerveza (sin alcohol), el primer bocado de tarta, sus sobrinas cantándole el cumpleaños feliz, cada uno de los abrazos. La repetición era de énfasis y júbilo. Por el fin del encierro, por el reencuentro, por la celebración.
A Domitila, su familia le puso una banda de color rosa chillón que la acreditaba como cumpleañera y centro de atención. Pero no le hacía falta para ser reconocida. Al ver el movimiento, desde los locales de la zona, los comerciantes asomaban la cabeza. “Pero si es Domitila”, exclamó la dueña de una peluquería de la plaza San Miguel. No querían dejar pasar el momento de reencontrarse con una clienta y amiga que llevaba, otra vez, “demasiado tiempo” sin pasar por el barrio. El dueño del bar al que Domitila Vázquez volvió a tomar el vermú como tantas otras veces hasta la llegada del virus lo celebraba con el mismo o mayor entusiasmo. “¿Viste? Hace tres años celebraste aquí tu cumpleaños y me decías que a los cien no llegabas y aquí estás”, le recordaba Jorge García. Y allí estaba, fueran cien o setenta y pico, para celebrar de nuevo la vida.