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Alma de Oviedo: En la órbita de la ciudad pequeña

El abogado Pelayo Fernández-Mijares sigue recorriendo y disfrutando el Antiguo, donde nació y se crio, como si fuera el pueblo en el que todos se conocen

Pelayo Fernández Mijares-Suárez. Fernando Rodríguez

De las 57 vueltas alrededor del sol con las que contará ya el abogado Pelayo Fernández-Mijares dentro de poco más de un mes, la mayoría de ellas las habrá pasado recorriendo ese espacio pequeño que cruza por delante de la Catedral y que ayer al mediodía, luz de noviembre en Oviedo, volvía a atravesar satisfecho de estar aquí, en esta ciudad que visita con la devoción del que viniera de fuera: el Salvador, el Bellas Artes, la Balesquida. Nacido en el tercero del número cinco de la plaza Porlier, vive en él todavía aquel crío de "los de La Nueva del Pasaje", el negocio de los abuelos maternos que no conoció pero que les daba nombre y crédito a él y a todos sus hermanos en las tiendas del barrio antes incluso que la empresa de sus padres, la gestoría Sánchez, en la calle Jesús, encima de la Suiza. A pocos metros, pero mucho más tarde, un lunes a finales de enero de 1989, cuando hacía solo tres días que había jurado de abogado, compartía unas copas con su hermano Ramón y otros colegas en el Rúa Ruera cuando le anunciaron que debutaría en dos días en la Audiencia: "Pelayín, el miércoles vas a ir a un recurso de apelación, que el compañero no puede, te van a dar todo por escrito; tú te presentas a César Álvarez Linera, le pides disculpas, te sientas ahí y tranquilo". Repasó los papeles mil veces pero no entendió nada. Se presentó como le habían dicho al presidente de la sala, procedió a leer la minuta y se vio un pinín delante del equipo de abogados apelados, lo más granado de la ciudad, Pelayo Botas y Luis Álvarez, cuando empezaron a intervenir, a cada cual mejor. No les aceptaron el recurso pero, de lo malo, tampoco les impusieron las costas. Todo un éxito.

El abogado Pelayo Fernández-Mijares siguió siéndolo desde entonces en el despacho con su hermano, aunque hubo un momento en que el pudo haber sido padre dominico. Fue el tiempo lejos de este centro de gravedad que le sigue marcando la Catedral, cuatro años interno en la Virgen del Camino que eran en realidad para su hermano Jaime, pero los frailes tuvieron interés en el que había ido a acompañar. Pelayo tenía entonces ciertas inquietudes religiosas que conservaba cuando tocó el prenoviciado. Su amigo Antonio García se lo desaconsejó –"tienes que conocer otra vida"– y su hermano Ramón, que también ayudó a su regreso a Oviedo, volvió a intervenir cuando, al año siguiente, insistía en estudiar clásicas. "Me dijo que estaba apijotado, y, bueno, hoy sería un catedrático de latín sin alumnos", bromea desde el patio de la Gran Taberna, otro local que, como él, también se ha desplazado sin perder el eje del Oviedo Antiguo.

A este abogado de tez clara y un algo inquisitivo en la mirada a larga distancia, más cómplice y pícara de cerca, le quedó de los dominicos la afición literaria y una vena musical en la que debutó con el mayor de los "Café Quijano" en la rondalla del internado. Fue buena cosa, porque durante los años universitarios en el caserón de San Francisco la guitarra le valió para entrar en la tuna universitaria, donde ejerció de jefe, y conocer mundo. Tantas bodas y tanto pasar la pandereta financió viajes por España y Europa con amigos como Ángel Villa, José Ramón Álvarez-Barriada, Pedro García González o Pedro Villabella. Había días de hotel y días de dormir donde se pudiera. Cruzaron el charco, tocaron en Cuba, Venezuela y Puerto Rico y hasta consiguieron un contrato en Casa Juancho, Miami. En 1991 fue su última actuación allí, pero ni todos los años de derecho administrativo que vinieron después le quitaron lo bailado.

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