Gerardo Albornoz, el gemelo que rompió el molde

El directivo ovetense salió de una crisis vital dejando atrás las multinacionales y abrazando un viaje interior que le llevó al mundo del "coaching"

Chus Neira

Chus Neira

Un día, a punto de terminar los estudios de Administración y dirección de empresas, Gerardo llegó a casa y llamó a sus padres. "Quiero hablar con vosotros". A salvo de las miradas de sus tres hermanos, sentó a Toya y Antón y empezó a hablar. María Victoria Albornoz y Antonio García-Bernardo estaban, quizá, aterrados por la solemnidad de Gerardín, un niño que no había dado más problemas que los del estudiante vagoneta y el futbolista de barrio que se dejaba un jersey en cada poste de vuelta de la Gesta.

En el Oviedo de su infancia y juventud Gerardo era uno y doble, "los gemelos", por más que su hermano Pelayo, hoy abogado en Ontier, sea mellizo y se le parezca poco. Él tendía más a la rama materna, al abuelo militar del que lleva el nombre, y tenía más acusada una vena deportista que hoy, pese a sus problemas de rodilla, le sigue asomando hasta cuando charla un rato y despeja una pregunta con un pequeño giro de cabeza, como quien remata a puerta.

Aquel día que sentó a sus padres, Gerardo ya era el novio de Paula García-Vallaure de Oña, la chica a la que conocía desde primero de BUP y con la que había atravesado el instituto con la cadencia guadianesca de las parejas primerizas. Una de aquellas separaciones, antes de perderla para siempre, fue el COU en Estados Unidos. Luego volvió a España, acabó los estudios de ADE, hizo el servicio militar cerca de casa y consiguió por la que sería su cuñada, María Martín, una beca en Milán con el Banco de Santander en el departamento de análisis de riesgos corporativos, de la mano de Luis Blasco. Aquel año y medio en Italia le dio la segunda lengua extranjera que colocaría su currículum en la parte alta de los que se apilaban en DuPont para entrar, año 1998, en el primer centro de servicios financieros de la multinacional. Estuvo 17 años con ellos. Lo dejó en 2015 para ocupar la dirección del centro de servicios de la química Chemours, el mismo año que falleció su mujer.

Paula llevaba desde 2013 luchando contra un cáncer renal. Tiempos duros en los que sus hijos, Marta y Javi, entonces 12 y 9 años, fueron los superhéroes que le mantuvieron en pie y con la brújula. El duelo duró cuatro años. Tuvo que dejar el mundo de la multinacional y parar. Una noche, cenando en el Gloria, su amigo Andrés Ferrero le dijo: "Ger, como te pongas a trabajar enseguida te como el alma". Otra amiga, Bárbara Bermúdez, le sugirió que se metiera en el mundo del "coaching". "Te he visto trabajar, te va a gustar". Así que en 2019 no hizo nada e hizo todo. Viajó, solo, con sus hijos y con su escudero-gemelo. Se sacó la acreditación internacional de "coaching" y en los primeros cursillos, en el Escorial, tuvo su epifanía, rompió sus narrativas interiores, lloró y volvió. "Llevaba mucho peso mal repartido, me enseñaron a reajustarme, a ordenarlo, a caminar con esa mochila, me di el permiso de volver a sonreír a la vida, volver a amar".

Hoy se dedica a la consultoría y el liderazgo de equipos en la empresa privada. Le gusta más que rascarse una pupa, que diría su suegro, y el reencuentro con una vieja amiga de la pandilla de Luanco, Marta Verdasco, le ha dado otra pareja, otro camino.

Toya y Antón abrieron mucho los ojos aquella tarde hasta que Gerardo explicó que lo que quería decirles solo era que quería cambiarse los apellidos para ponerse el Albornoz primero, y que no se perdiera. Respiraron aliviados. Solo era eso. Un buen chico.

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