Woody Allen y Oviedo

El interés que la capital asturiana despierta en el director de cine

Hace unos días escuché unas declaraciones del denostado cineasta Woody Allen, por cierto uno de esos genios inigualables, en las que afirmaba con su jerga y sus maneras filosóficas, que le gustaría terminar sus días en una ciudad tranquila, y mencionó expresamente que le gustaría vivir en Oviedo. Todos sabemos de los lazos que unen a esta ciudad con la figura del cineasta, de hecho en una de las calles emblemáticas de nuestro centro urbano tenemos la estatua que le inmortaliza, con sus gafas de quita y pon, y que tantos turistas y visitantes recogen en inmortales fotografías como una enseña y un símbolo que identifica a una ciudad que tiene mucho de su cine y bastante de su filosofía de vida, y de la fuerza sarcástica de sus creaciones y sus palabras.

Leyendo los relatos mordaces y desternillantes de su famosa obra recopilatoria "Cuentos sin plumas", me asaltan un montón de preguntas, quiero saber por qué este hombrecillo de mirada triste, de débiles palabras, pero de grandes sueños creativos, dice que quiere quedarse en esta pequeña ciudad provinciana.

Buceando en las esperpénticas historias que escribe, al igual que en sus características películas con sus guiones inquietantes, de neuras, preguntas y dudas existenciales, empiezo a entender, o al menos me acerco a la respuestas que busco. Seguro que quiere vivir entre nosotros porque somos una ciudad humana y acogedora, de gentes que se paran y que hablan, de rincones en los que te puedes encontrar pequeñas o grandes tertulias, conversaciones de todo tipo, la mayoría entre lo absurdo y lo grandioso, entre lo irracional y lo sesudo. Me lo imagino sentado en callejuelas del antiguo, o en lo señoriales cafés del centro, no importa, hablando de lo grande desde lo cotidiano, corrigiendo a grandones y vociferos, y rematando argumentos con titubeantes palabras.

O tal vez quiera quedarse en tantos rincones, calles y plazas, que parecen verdaderos escenarios de una gran comedia, y no lo digo en sentido despectivo, sino a sabiendas de que somos una ciudad habitada por individuos que saben reír y reírse, una ciudad salpicada de montones de personajes cotidianos que juegan con la vida, que driblan los pequeños problemas cotidianos, que se mofan con esa sorna que nos caracteriza de las grandes mentiras y de las mediocres vidas a las que los maquiavélicos politiquillos nos quieren condenar. Seguro que encuentra esos enmarques perfectos para romper a carcajada limpia con tantos mindundis, inútiles y estúpidos que están donde están porque tiene que haber de todo.

Puede ser que Woody Allen, cansado de ruidos y oropeles, de perseguidores y de irredentos señaladores de bajezas y fracasos, quiera compartir sus últimos momentos, el epílogo de una vida tan desbordante que ya no cabe en su amado Manhattan, con gentes que se miran a la cara sin pretensiones de verdades, sin odios ni condenas, sino de vidas sencillas que simplemente bucean en las miradas de los que se encuentran y piensan en cuánto dolor puede haber en su alma, en cuánto sufrimiento atesora en sus entrañas, y cuánto puede necesitar de alguien que se siente a tu lado, que tome contigo un culín, o simplemente que sepa escuchar en silencio y dejar que las horas pasen porque se está tan tranquilo en los silencios de esta ciudad...

En uno de sus relatos, de los que más me gustan, cuenta su encuentro con el de negro y guadaña, vaya que le toca irse, entonces regatea con él, pues todavía no ha llegado el momento, y gana un poco más de tiempo en una partida de ajedrez. Woody, que listo eres, qué bien sabes que en esta ciudad tendremos muchos diablillos, demasiados daimones de lo cotidiano, pero por esta ciudad los demonios con mayúsculas no pasan, se quedan lejos del repicar de sus campanas, de la insignificancia de nuestras andanzas. ¡Bueno, eso es lo que creo! ¡Puedes venir con nosotros, que aquí no habrá tonto que te ladre! Me vuelvo a repetir, pues ¡eso es lo que yo creo!

Suscríbete para seguir leyendo