Mi reino por un abrazo

Los revolucionarios beneficios de abrazar para la salud física y mental

Mi reino por un abrazo

Mi reino por un abrazo

Marisol Delgado

Marisol Delgado

Ya nos vale...

Tienen que ponernos un Día Mundial para animarnos a que nos abracemos más. Algo tan sencillo, fácil y barato. Algo que nos beneficia tanto…

Pues cada 21 de enero nos lo tienen que recordar.

Y eso que está más que comprobado que, cuando nos damos un buen abrazo, uno sentido, profundo y deseado, nuestra salud sale reforzada.

Sin ir más lejos, segregamos una importante hormona, la oxitocina, sustancia que contribuye a crear relaciones sociales de confianza y que, además, nos ayuda en momentos de dolor y de estrés crónico.

Se liberan, asimismo, serotonina y dopamina, que mejoran el humor y el ánimo, así como las famosas endorfinas, esos opiáceos naturales que nos aportan calma y serenidad sin ningún efecto secundario indeseado. Según la neurocientífica Nazareth Castellanos, "recibir abrazos reduce los niveles de ansiedad en personas de cualquier edad".

A nivel emocional, los abrazos proporcionan sensaciones de cercanía, calidez, consuelo, seguridad y protección, especialmente en momentos delicados. Abrazar no elimina, desde luego, los problemas, pero nos ayuda a afrontarlos.

Todo ello favorece el desarrollo físico, emocional y cognitivo de cualquier ser humano, y aumenta la autoestima al promover sentimientos de pertenencia y arraigo.

La ciencia también ha mostrado cómo el contacto físico mejora la supervivencia de los bebés prematuros o con poco peso. Por eso el método "piel con piel" tras el nacimiento se ha convertido en algo habitual.

Los abrazos contribuyen, además, a paliar el impacto de la soledad no deseada y algunas de las consecuencias que esta genera.

Recordemos cómo, en lo más crudo de la pandemia, añorábamos el poder tocarnos y achucharnos, justo cuando más lo necesitábamos. La de abrazos que se perdieron "como lágrimas en la lluvia". Nos los debemos.

Bien es cierto, sin embargo, que puede haber abrazos que no se quieran o no se sepan dar...

Hay quienes comentan, por ejemplo, que en su infancia no recibieron muchos abrazos (quizá porque sus progenitores tampoco los tuvieron o quizá por el equivocado aprendizaje de asociar el dar abrazos con mostrar debilidad). Lamentan que no hubiera habido alguna que otra muestra de afecto cuando se entristecían, cuando sentían miedo o cuando lloraban por puro cansancio. Entre un "¡deja de llorar, ya!" y un abrazo, tienen meridianamente claro qué les hubiera ayudado más.

Otro ejemplo sería el de quienes, cuando comentan un problema a su pareja, a un familiar o a una persona amiga, esperan un sencillo abrazo de apoyo y comprensión, y lo que reciben es un repertorio de "recetas" y soluciones "salvadoras", tan generalmente bienintencionadas como torpes, que, en esos momentos, no ayudan en nada.

Es lo mismo que cuando le vamos a dar un pésame a alguien y creemos que podemos evitarle la natural (y necesaria) tristeza con unas cuantas frases hechas. Con lo bien que viene un simple y sentido abrazo.

No nos olvidemos, pues, nunca de darnos los abrazos que sean necesarios. Ya sean de amistad, de compañerismo, de cariño o de intimidad; más breves o más prolongados; para saludar, para agradecer o para perdonar; ya sea dormir en cucharita o bailar pegados; abrazos a cara descubierta o con mascarilla cuando hay catarros; o ya sean achuchones llenos de amor y de ternura con "mi nariz apoyada en tu dulce cuello" –Petit Pop a tope cuando hay peques en casa–.

Les aseguro que, en tiempos de constantes prisas, de omnipresentes pantallas y de crispaciones interesadas, abrazar puede llegar a ser algo revolucionario.

Suscríbete para seguir leyendo