La medicina que cura mis heridas
Los gestos de humanidad de los pacientes son la mejor recompensa que puede recibir una profesional que ejerce en el medio rural
El invierno trae a las consultas de atención primaria una dicotomía palpable. El bullicio estival da paso a la calma propia del pueblo. Muchas familias, todavía ocupadas con los últimos coletazos de las fiestas navideñas, disfrutan aún de la presencia de seres queridos, haciendo que todo lo demás pase a un segundo plano. Pero también se incrementan las agudizaciones por patologías respiratorias, y las solicitudes de asistencia a domicilio se multiplican, especialmente las de aquellos que, estando solos, sin un refugio familiar cercano, no ven medios para poder desplazarse o la fiebre les ha tumbado, impidiéndoles apenas realizar las tareas más básicas del día a día.
Aquí no existen temporadas inherentemente buenas o malas, sino una amalgama de momentos entrelazados. Es cierto que el incremento de la presión asistencial –de la que tanto se habla–, las emergencias y las necesidades de desplazamiento –más aún cuando trabajas en zonas rurales y dispersas–, han desalentado a más de uno, incluso a profesionales, me consta, que se habían enamorado perdidamente de esta especialidad. Pero vale la pena recordar que hay mucho más sobre el tapiz. Y a veces, en esa disputa, se pierde lo recíproco: ese "puente de Cortázar", la cara B de la moneda.
A menudo, las consultas también son "casa" para quienes buscan alivio y respuestas. A veces, incluso hogar compartido para ambos lados de la mesa. A veces, historias que llenan el alma y otras veces pesan en el corazón.
Hace unas semanas, atendimos a una paciente a la que conozco desde hace años. Una urgencia de esas que precisan actuación inmediata y coordinación para un traslado urgente al hospital. A pesar de un dolor que imagino más que insoportable, a pesar de haber estado varias horas en aquel lugar sin que nadie la encontrara y sin apenas moverse... a pesar de todo eso, una de las primeras cosas que hizo fue preguntarme: "¿Cómo está Guille¿", en alusión a mi hijo de dos años. Hay personas y hechos que nunca dejarán de sorprenderme.
Posiblemente no se dio cuenta, pero ese día, esas simples palabras en medio de su tormento, también fueron para mí una analgesia. Un recuerdo de que, a veces, una sonrisa puede ser el reflejo lleno de abrazo que cambia hasta el último vértice de tu perspectiva. Ganancias que sólo te da la medicina de familia, más cuando trabajas en la medicina rural.
Claro que hay cosas que, después de estos siete años, aún me cuesta digerir y manejar. Demandas que frustran por no poder otorgarles soluciones relativamente rápidas. Problemas –complejos a menudo– con respuestas que se demoran más de lo deseado. Situaciones para las que incluso los recursos sociosanitarios más robustos no pueden brindar una opción válida, dejándonos con la única alternativa de acompañar y estar presentes. También hay triunfos, decisiones acertadas y tratamientos que dan frutos por los que, espero, podamos seguir celebrando juntas.
Por eso sigo escogiendo hacer esto cada día. Esto que, aunque a veces me escuece, en otras ocasiones me hace tararear canciones y me sigue curando heridas. Sí, también las mías. Porque, como alguien me dijo una vez, la cura no se encuentra sólo en el tratamiento, sino también en el toque de la mano que lo administra.
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