Aquella sopa de pescado

Recuerdos de las cenas de Nochebuena

Ricardo Junquera

Ricardo Junquera

Dentro de unos días llegará, ahora sí y después de tantas semanas de anuncios y luces, la noche de Navidad. No voy a entrar aquí en lo que la Navidad se ha transformado o en lo que entre todos hemos hecho con ella. No quiero hablar más que de una sopa de pescado. Ahora os cuento.

Desde que me casé, va ya para cerca de cuarenta años, mi mujer y yo tuvimos la costumbre de ir en la cena de Nochebuena a casa de mis suegros. Allí nos reuníamos con ellos sus hijos y los nietos que iban llegando. Y el primer plato de todas esas cenas era siempre una sopa de pescado. Era algo que gustaba mucho y que María, mi suegra, preparaba con ese cariño que siempre acaba construyendo el rincón más acogedor de los recuerdos. Desde bastante antes de aquel día, ella se encargaba de ir buscando los ingredientes que sabía que más gustaban a sus hijos. Habrá, cómo no, sopas con mejores o más caros productos, pero os aseguro que el calor humano que salía de aquella sopa no lo igualaría nunca ni el mejor de los platos de un restaurante de esos de lujo y estrellas ni tampoco el árbol más alto de Navidad con toda la parafernalia de luces que tanto abundan ahora en nuestras ciudades.

Y en todas esas Nochebuenas, después de la cena, siempre algún hijo le pedía que cantase un villancico; entonces le sonreían los ojos y nos cantaba alguno de su Málaga natal, de cuando era niña. También os aseguro que en esos momentos la mesa se convertía en lo más cercano a esa tierra prometida que todos buscamos sin darnos cuenta de lo cerca que tantas veces la tenemos.

Desde que murió mi suegra hace unos años, se dejó de preparar aquella sopa de pescado para la cena de Nochebuena. Alguna vez se ha comprado fuera, pero claro, no es lo mismo. Cuando uno hace las cosas con auténtico amor, se nota, y en aquella simple sopa se reunía todo el amor del mundo que una madre puede tener por su familia. En aquella sopa, en aquellos villancicos, en aquellas reuniones, uno sentía el lujo de poder vivir lo que posiblemente sí que sea realmente la Navidad, sin apellidos.

Sí, claro que la Navidad no es lo mismo para todos y que pocas cosas pueden producir tanta tristeza como la de pasar estos días con la única compañía de una soledad no deseada o con la presencia ahora más cercana que nunca de esa silla que se ha quedado vacía. Pero a pesar de todo, a pesar de lo que hemos hecho con el concepto de la Navidad, a pesar de que sus momentos no siempre para todos vengan acompañados de luces, músicas y compañías, creo que basta con que sea un período en el que intentemos sacar de nosotros ese niño que todos deberíamos llevar dentro. Que basta con que sean unos días de vuelta a casa de los que están fuera, que basta con que los padres y abuelos puedan volver a tener cerca a sus hijos y nietos, y también, por qué no, que basta el acordarnos con todo el cariño del mundo y del corazón de todas las personas cercanas que se nos han ido, para que siga valiendo la pena vivirla. Aunque ahora y cada vez más, tengamos que ir a comprar fuera la sopa de pescado.

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