Opinión

Un acto en Barcelona

Relato de humor sobre lo acontecido en un cocktail (o vino español)

Vamos hoy con un poco de humor, que tan necesario es y que cada vez nos cuesta más conseguir. Lo que voy a contar me sucedió hace unos días en Barcelona. Empezaré diciendo que hay veces, que todos alguna vez hemos vivido, en las que talmente parece que varias pequeñas cosas se han puesto de acuerdo para complicarnos momentáneamente la vida. La que viene ahora es una de ellas.

Os cuento: fui a Barcelona para asistir a un acto presidido por un alto cargo del Estado. Era una mañana en la que hacía bastante calor fuera, y aún más dentro del auditorio en el que se iba a celebrar el acto, y lo primero que hice al entrar fue dejar el abrigo en el guardarropa.

Una vez finalizó, nos invitaron a los asistentes a un cocktail, es decir, a tomar un par de vinos y alguna tapa, lo que en otros lugares se llama un vino español. Todo bien. La cosa empezó cuando al rato de empezar aquello tuve que ir al baño, y ahí vino la primera del día: a la hora de subir el cierre de la entrepierna del pantalón del traje, es decir, la cremallera, algún esfuerzo inusual hice porque el artefacto saltó por los aires totalmente roto, sí, y me quedé con el gancho de la cremallera en la mano y el pantalón en la zona afectada absolutamente abierto. A ver qué hago yo ahora, me pregunté, y lo único que se me ocurrió fue ir al guardarropa, ponerme el abrigo y usarlo para tapar el descosido. Así lo hice, y ahí ya empezó la fiesta de lo que quedaba por venir.

Nada más salir del guardarropa, se me acerca rápido un guardaespaldas con pinganillo en la oreja, y oigo que dice algo así como que va a ver a un señor que acaba de entrar en la sala con un abrigo. Ese era yo. Me para con mirada inquisitiva, le enseño la acreditación para asistir al acto, le explico que ya estaba antes dentro y el por qué de ponerme el abrigo con el calor que hacia allí, y el hombre cambia su mirada por otra más benévola y se aguanta la gana de soltar la carcajada.

Bien empezamos, pienso, y vuelvo al sitio al que estaba antes del percance, una mesa alta donde había dejado mi copa y cerca de la cual había otras mesas bajas con distintos aperitivos. Para intentar disimular el roto, con una mano me cogía uno de los laterales del abrigo que situaba en la zona de la entrepierna. Todo extraño a la vista de los demás, claro, pero mejor eso que lo otro. Y entonces me apetece, en buena hora la idea, acercame a coger una tapa que tenía algo así como ensaladilla rusa por encima. Y recordando el consejo de mi abuelo de que en esos actos hay que comer con la mano izquierda y saludar con la derecha, cogí la tapa con la mano izquierda mientras que con la derecha seguía cubriendo con el lateral del abrigo la zona de la entrepierna.

Pero aquí vino la segunda del día: aquella tapa era absurdamente frágil, y al ir a llevarla a la boca con la mano izquierda pues va y se parte, y en un intento natural por minimizar el daño hice uso de la mano derecha para evitar que aquello cayera al suelo y lo que acabé haciendo fue dirigir los restos volantes de la tapa hacia la pernera del pantalón. Resultado: las dos manos llenas de ensaladilla y la pernera izquierda del pantalón también.

Y la tercera del día: cuando levanto la cabeza de ver el destrozo, veo al alto cargo que camina precisamente hacia donde estoy yo, sí, precisamente en ese momento, vaya por Dios. Trato de visualizarme desde fuera: las dos manos en posición de la paz sea contigo y llenas de ensaladilla, el pantalón también lleno y con la cremallera rota y abierta y a la vista el destrozo. El buen hombre llega, rodeado de los guardaespaldas, hasta cerca de mí, y solo se me ocurre decirle: "Disculpe señor, a veces las cosas no son lo que parecen. Es lo que hay". "No te preocupes –me contesta–, son cosas que nos pueden pasar a todos; tranquilo". Y entonces, como también le vi aguantar la carcajada, aproveché y le conté brevemente los sucesos que me habían acontecido hasta presentar esa imagen. Ahí ya sí que no aguantó la risa, y seguí aprovechando para decirle que en Asturias eso no hubiera pasado, que allí los pinchos que ponemos son recios y nobles, como lo son los asturianos, y no como estas milondangas que se rompen con solo mirarlas y te dejan como un pringaillo a las primeras de cambio, y le digo también que si me permite le mandaré unos bollos de comadres de Pola de Siero y unos sabadiegos de Noreña, para que aprecie por ciencia propia lo que digo. Me responde que por supuesto, y así acabó la breve conversación, disculpándome por no poder darle la mano por motivos evidentes.

Y después de eso y ante la posibilidad de que aún la cosa pudiera seguir empeorando, pues di zapatilla hasta el hotel, dando por cerrado el episodio y el cocktail o vino español. Ahora toca acordarme de lo de mandar los bollos de comadres y los sabadiegos. Sí.

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