A diferencia de otras colegas encasilladas que perdieron el norte de la taquilla cuando quisieron romper moldes y demostrar lo buenas actrices que son, Sandra Bullock se toma muy en serio ese papel de payasa que tantos beneficios económicos le ha dado. Salta a la vista que es una actriz con más recursos de los que muestra (lo dejaba claro en Crash, sobre todo), pero después de algunos pasos fallidos en las arenas movedizas de un cine más... ¿serio?, vuelve a zonas más confortables con una comedia romanticona que le va como anillo al dedo, y nunca mejor dicho. Si el arranque insinúa una ligera variante de su personaje más exitoso (una ejecutiva pura y dura que mantiene a los hombres domesticados y le hace ascos a todo lo que suene a compromiso), a medida que el metraje avanza todo vuelve por sus fueros y Bullock se luce en varias gansadas (el perro y el halcón, el gag ampliamente promocionado de un desnudo que no es tal, el numerito del striptease) antes de tirarse en plancha por la vía del sentimentalismo más rancio que la vuelve devota de la familia, el matrimonio y el amor, con final embadurnado de confitura. Un buen reparto de veteranos anima la apagada y previsible función, mientras el soso Ryan Reynolds se resiste a cambiar de expresión, como si supiera que lo que importa es Sandra en su salsa y lo demás importa poco.