Guitarras desnudas y limpias como vientres. Metáforas que asocian la ciencia con los precipicios. Soledades que ayudan a conocerse, a ser fiel con uno mismo. ¿Era Antonio Vega un cantautor, como se viene diciendo póstumamente, al uso? Si bien es cierto que componía melodías intimistas, nunca ocultó el madrileño su gusto por el pop-rock americano más elegante y vocal (Jackson Browne, Eagles, Byrds?). En ese sentido, estaría muchísimo mucho más emparentado con otro buque insignia de la «movida», su querido Enrique Urquijo, que con los cansinos acordes de Tontxu o Ismael Serrano. No obstante, acaso en su primer disco en solitario ( «No me iré mañana», 1991) sea más llamativa la confluencia entre las melodías pegadizas heredadas de «Nacha Pop» («Háblame a los ojos» o «Esperando nada») y el aludido intimismo («Se dejaba llevar por ti», «Tesoros»?).

Tras haber publicado un recopilatorio (supongo que sufragó su delicada salud con las excesivas colaboraciones y los «remakes»), Vega reclama en 1994 al ex Roxy Music Phil Manzaneda para producir «Océano de sol». El resultado, un tanto frío (tal vez fuera la frialdad -no el hermetismo- su principal defecto), no convencería al propio cantante, despojándose de cualquier intento de sobreproducción en el acústico «Anatomía de una ola» (1998). Tres años más tarde publicaría la que para mí es su obra cumbre, «De un lugar perdido», en donde expone como nadie la inmensa fragilidad de las vidas cotidianas. ¿A cuántas «Estaciones» misteriosas y disonantes dio voz el lánguido Vega? ¡A esto se le llama, como poco, reinventar los tópicos! O, mejor, recrearse.