En «Cosecha roja», Dashiell Hammett colocaba a un detective, a un ser nadie, en medio de una guerra entre cuatro bandas mafiosas. Este esquema, repetido en películas tan diferentes como «Yojimbo» de Kurosawa o «Muerte entre las flores» de los hermanos Cohen, es adoptado en «Un profeta» por otro adicto a héroes ambivalentes y a tiempos convulsos, Jacques Audiard. Ya en su magistral «Un héroe muy discreto» (1996), el realizador galo creó a un hombre vacío que se rellenaba de ficciones y terminaba convirtiéndose en una referencia de la Resistencia francesa. «Las vidas más bellas son las que nos inventamos», afirmaba el héroe discreto, Albert Dehousse, durante uno de los arranques cinematográficos más lúcidos de las últimas décadas. De la misma forma, el «profeta» de su nueva cinta, Malik (Tahar Rahim), se inventa una vida al arribar (nunca se resolverá por qué motivos) a prisión.

A este ser nadie, a este pobre marroquí analfabeto (uno de los muchos signos proféticos que se reiteran a lo largo del metraje), un encargo mafioso le descubre la realidad carcelaria, justo el detonante que nos mostraba la ciudad de Poisonville de «Cosecha roja» en su verdadera esencia, cruel y sanguinaria. Audiard, en dos horas y media (quizá lo único excesivo del filme), desarrolla un «noir» bellísimo. Sin efectismos y con una violencia medida, exacta, el ascenso al poder de Malik es narrado con los claroscuros de quien sabe hacer cine negro con talento único (recordemos la previa «De latir, mi corazón se ha parado»). No refulge el esplendor cocainómano de «El precio del poder», no asoma la denuncia social de «La fuga de Alcatraz», se centra el largometraje en la inmersión «objetiva» del espectador en las celdas (duelen algunos planos dentro del presidio) y en los vínculos emocionales que utiliza el «profeta» en su escalada: la relación paternofilial, edípica, con un «capo» italiano (imponente Niels Arestrup); la guía a su compañero enfermo o la manipulación religiosa de la mafia árabe en prisión. Ganadora del gran premio del jurado en Cannes y nominada al «Oscar», la película de Audiard se añade con equidad profética a la lista de títulos imprescindibles de la temporada.

La carrera de la escritora Alice Sebold revive un hecho traumático que sufrió en su juventud. En su primer año de Universidad, fue violada por un desconocido cuando se dirigía a su colegio mayor. Las consecuencias de este crimen arman sus tres novelas y, en especial, la segunda, «Desde mi cielo», editada en España por Mondadori. No extraña la fascinación de Peter Jackson por el libro. «Criaturas celestiales» (1994), además de dar un vuelco a su producción anterior, sirvió para constatar la afición del cineasta neozelandés a lidiar con esos términos contradictorios: el delirio «toon» y la negrísima realidad, el asesinato «pulp» y el imaginario «pop».

En «The lovely bones», Jackson rueda un doble: por una parte, el esclarecimiento del homicidio (se omite la violación del texto de Sebold, ¿decisión ética o estética?) de una chica (Saorsie Ronan) y, por otra, los esfuerzos de la adolescente desde «su» cielo, tratando de señalar al culpable a su familia. Al igual que ocurría con la novela (y esto separa a ambas de la sólida «Criaturas celestiales»), las dos tramas de la película están descompensadas y, como dos sabores que no se complementan, se lastran mutuamente.

El «thriller» hitchockiano, con ese (siempre) soberbio Stanley Tucci al mando, se zampa cualquier interés de las andanzas celestiales de la chiquilla. La metafísica pop que Jackson pone en juego (y que supo manejar con extrema habilidad en «Agárrame a esos fantasmas»), en «The lovely bones» huele a redundancia reprochable. Mientras permanecen el retrato de un asesino sencillo, metódico, amorfo, y el derrumbe trágico de una familia, los árboles coloreados y los cielos imposibles y las aventuras digitales de la chiquilla acaban en un limbo muy diferente al que nos vende el metraje. Un limbo que, como todo limbo auténtico, no responde.